La Organización Mundial de la Salud define a la violencia como el uso deliberado del poder o de la fuerza física, que cause o tenga muchas posibilidades de causar lesiones, muerte, daños psicológicos, trastorno del desarrollo o privaciones. Ese concepto incluye las distintas formas de violencia, como la de género, la juvenil, la delictiva, la institucional y otras más que suelen medirse en conjunto o separadamente, como lo hace el Inegi a propósito de la violencia contra las mujeres.

De todas las formas de violencia, la peor es la criminal. Se expresa en una incidencia delictiva que desde hace más de 15 años no tiene freno en homicidios, feminicidios, desaparición de personas, extorsiones, secuestros y otros delitos graves. Impregna nuestro paisaje cotidiano. Es transexenal y pone en riesgo, cada vez con mayor gravedad, el ejercicio de las libertades y el desarrollo de la comunidad. Basta con echar una ojeada a las estadísticas disponibles, a las noticias de todos los días o a nuestra propia experiencia, para comprender bien que el nivel de violencia delictiva dentro del que vivimos —sobrevivimos— es crecientemente alarmante.

Nuestros gobernantes lo saben bien. En el Programa Nacional para la Prevención de la Violencia y la Delincuencia 2022-2024 —emitido en diciembre de 2022, muy tardíamente, por cierto— reconocen que la violencia criminal ha traído descomposición del tejido social, desplazamiento de comunidades enteras, y debilitamiento institucional en los tres niveles de gobierno. Por ello, agregan, se necesita un cambio de fondo en la estrategia de atención de la violencia que centre su actuar en las causas, más que en el enfrentamiento de sus efectos. Que se enfoque en promover el acceso a oportunidades igualitarias de empleo, a prevenir factores de riesgo e impulsar acciones de cultura con participación ciudadana para la construcción de paz. Que incluya la ejecución de mejores respuestas de las instituciones de seguridad pública frente a la comisión de delitos en el contexto de un modelo nacional de policía con proximidad social y una justicia cívica cotidiana. Y que genere mejores condiciones en el ámbito penitenciario, de modo que se garantice la reinserción social como meta de las penas de prisión. Todo eso, concluyen, abatirá los índices de violencia y pacificará al país.

Como sucede en estos casos, el Programa suena bien. ¿Quién no querría que cumpla sus propósitos? Sin embargo, como también ocurre con estos ejercicios de planeación, no deja de ser un conjunto bien expuesto de ilusiones y buenos deseos. Y es que no sólo plantea objetivos súper ambiciosos a cumplir en tan sólo un año y medio, sino que, para su realización, se destinan los de por sí magros recursos públicos contenidos en los presupuestos gubernamentales, con todo y sus irremediables recortes y subejercicios.

En ese escenario, me temo, es muy poco probable que disminuyan pronto los índices de violencia que padecemos todos los días. Que por fin se le ponga freno y México deje de tener 9 de las 10 ciudades más violentas del mundo. Y que de esa manera incremente la calidad de vida, la igualdad y la estabilidad social en justicia, libertad, democracia y paz.

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Abogado penalista.
@JorgeNaderK

 

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