Desde que el mundo, y no exagero al decirlo, se enteró del fallecimiento de don Sergio García Ramírez, una noticia que él pidió ocultar pero que era irremediable, mucho se ha dicho y escrito, y se dirá y escribirá, del enorme pensador y constructor del Derecho de los derechos humanos y de las ciencias penales. Su profusa obra intelectual, escrita incansablemente para nosotros, seguirá siendo consultada y revalorizada cada vez que la dogmática jurídica o los tribunales se enfrenten a los problemas de la interpretación y aplicación ética de las normas fundamentales. Él, me atrevo a decirlo, nunca aceptó que el Derecho caminase por un sendero independiente al de la moral pública. El orden jurídico, parafraseándolo, debiera estar compuesto por imperativos dirigidos a preservar los valores de la democracia y de la dignidad humana, algo —digo yo— que frecuentemente olvidan nuestros legisladores. Sus reflexiones, en el presente como para el futuro, constituyen un legado invaluable que la comunidad jurídica nacional e internacional siempre agradecerá.
Pero ante todo, Sergio García Ramírez fue un hombre generoso, en todo lo que implica la palabra. Siempre tuvo un gesto, una palabra, una actitud de bonhomía hacia quienes le rodeábamos. Para mí ha sido imposible olvidar todas las deferencias que me dispensó, desde luego inmerecidamente. Recuerdo vívidamente cuando, con cierto temor, le solicité su tutoría para la investigación que en aquel entonces emprendía sobre la responsabilidad penal de los juzgadores. A pesar de sus múltiples ocupaciones, y para mi sorpresa, aceptó acompañarme en esa investigación, que si algo tiene de bueno se le debe a él. Más aún, cuando supo que el Instituto Nacional de Ciencias Penales editaría mi trabajo como libro, presto asintió a escribir el prólogo, que tituló “Independencia y responsabilidad del juzgador”, y en el que advirtió sobre la importancia de la independencia judicial como elemento central de la justicia. Sin ella, escribió, el debido proceso “declina, resulta ilusorio, conduce a resultados inadmisibles” y “por eso, [se explica] la vigilancia que estudiosos y aplicadores mantienen en la defensa del debido proceso, que implica tutela efectiva, plena defensa y garantía judicial.” Podemos así advertir qué pensaba don Sergio sobre los ataques al Poder Judicial: una vía directa a la dictadura, expuso varias veces en el seno de la Academia Mexicana de Ciencias Penales, de la que fue académico distinguido, y desde la que impulsó el análisis y la expresión pública de importantes posturas en contra de las pretensiones autoritarias que, con diversos matices, se observaban desde los poderes públicos de antes y de ahora.
Sergio García Ramírez será recordado como un jurista de talla mundial. Quizás como El Jurista del México contemporáneo, y su nombre quedará unido con el de quienes han formado y seguirán formando generaciones incontables de humanistas y abogados. Pero yo lo recordaré, además, como el hombre sencillo y bueno que tuvo para mí, siempre, muestras inagotables de generosidad. Extrañaré leer sus artículos en EL UNIVERSAL, compartir conversaciones en las reuniones de la Academia y enriquecerme con sus charlas y conferencias. Descanse en paz, querido y admirado maestro.