Para mi mamá, en su cumpleaños.

Me gusta la novedosa idea de una “moratoria constitucional”, es decir, que la oposición se organice para que ninguna iniciativa de reforma constitucional alcance la mayoría calificada requerida; pero no porque simpatice yo con los partidos que la promueven para nada— o porque sea anti 4T —tampoco—, ni mucho menos porque esté a favor de una “parálisis legislativa”, sino por razones más profundas: porque las decisiones políticas fundamentales requieren largo tiempo de vigencia para conformar la identidad, ideología, cultura y valores establecidos en su documento fundacional, por lo cual, si se reforman y reforman a capricho del grupo dominante, nunca llegan a madurar.

Las normas constitucionales deben de permanecer y es mediante su reglamentación en las leyes secundarias y su interpretación por los tribunales que se van adaptando a los tiempos. Así ocurre en naciones que en general consideramos como estados democráticos de derecho.

Aparentemente, la Constitución mexicana es difícil de reformar: se requiere el voto de las dos terceras partes del Congreso de la Unión y la posterior aprobación de la mayoría de las legislaturas estatales. Pero no digo nada nuevo al traer a colación que en realidad y según la conformación de las fuerzas políticas y de toda suerte de negociaciones —corruptelas y presiones a veces incluidas—, muchas veces, desde 1917, nuestra Constitución se ha reformado con gran facilidad, como si se tratara de una ley secundaria o un decreto administrativo, en asuntos políticos fundamentales como educación, energía, competencia económica, democracia electoral, seguridad pública, prisión preventiva oficiosa y un largo etcétera, en formas que poco o nada tienen que ver con la voluntad soberana del pueblo, sino con los deseos del grupo real de poder en turno.

Desde luego, ha habido reformas constitucionales plausibles, como la de 2008 en materia de justicia penal, la de 2011 en derechos humanos y amparo, las de 1994 y 2021 sobre el Poder Judicial; las que han establecido la pluriculturalidad, la igualdad y paridad de géneros, y otras más. ¡Qué bueno! Pero, por ejemplo, ¿mandar a la cárcel automáticamente a una persona trabajadora doméstica sospechosa de robo en casa habitación? ¿Militarizar la seguridad pública?, ¿restringir el acceso a la justicia a ministerios públicos, policías y peritos?, ¿arraigar inocentes?, ¿anular derechos humanos internacionales?, ¿considerar enemigo a toda persona simplemente señalada de un enorme catálogo de delitos de delincuencia organizada? ¿Dar autonomía incontrolable a las fiscalías?... Difícilmente eso quiere el pueblo, por mucho que quienes lo representan en los congresos voten —muchas veces a ciegas— por ello.

Es por lo anterior que no suena nada mal que durante unos años —los más que sean posibles— no se reforme nuestra Constitución, o en todo caso sea para eliminar sus yerros, y sean las leyes secundarias —que se emitan o reformen sin “parálisis legislativas”— y los tribunales, los que reglamenten e interpreten sus normas para darles actualidad.

Sé que es bien difícil que quienes representan nuestra República superen la tentación de poner su nombre en la Constitución, pero siempre se espera que, en lugar de pensar en las próximas elecciones, piensen en las próximas generaciones.

Abogado penalista
 @JorgeNaderK

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