El derecho humano a la información, que se desdobla en tres vías: buscar información, difundir información y recibir información, es innegablemente valioso. Se trata de una prerrogativa fundamental protegida en nuestra Constitución y en tratados internacionales, cuyo pleno ejercicio es imprescindible en toda sociedad democrática y civilizada. Desde luego, como todo derecho humano, tiene límites: por ejemplo, no se puede difundir información que ataque a la moral, la vida privada o los derechos de terceros; provoque algún delito, o perturbe el orden público.

En la realidad cotidiana, la información de mayor interés público es la que poseen las autoridades, entidades, órganos u organismos de los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial; órganos autónomos, partidos políticos, fideicomisos y fondos públicos, entre otros. Así entonces, nuestras leyes establecen mecanismos de transparencia para que cualquier interesado pueda acceder gratuitamente a esa información, desde luego siempre y cuando no sea privada, personal o protegida. El principio que rige es el de máxima publicidad, bajo la idea de que toda la información que generan los servidores públicos es nuestra.

Ahora bien, ¿qué pasa cuando alguien, en lugar de pedirla, roba información de todo tipo en posesión de servidores públicos y la pone a disposición del público en general? Una primera aproximación es que así se transparenta el quehacer público en beneficio de los ciudadanos y su derecho a la información. De hecho, ese ha sido el sentido dado por muchos a casos como WikiLeaks y más recientemente al del grupo “Guacamayas”, conocido debido al hackeo y filtración de documentos del Ejército mexicano. Sin embargo, para otros, se trata de delitos federales que deben ser castigados en la forma establecida en el Código Penal Federal: o como espionaje, que comete la persona que proporcione sin permiso documentos, instrucciones o datos de instalaciones o actividades militares; o como revelación de secretos, que comete quien sin consentimiento revele, divulgue o utilice información o imágenes obtenidas en una intervención de comunicaciones; o como delito de acceso ilícito a sistemas o equipos de informática, que comete quien copie información contenida en sistemas o equipos de informática del Estado.

Según lo que ha exteriorizado el presidente López Obrador, él es del primer grupo. Y no podría ser de otra manera, debido a la defensa que ha hecho de Julian Assange, fundador de WikiLeaks. Es muy respetable la referencia que formula, palabas más o menos, sobre que defender a Assange es defender la libertad de información. Sin embargo, ¿cuál será la postura de la Secretaría de la Defensa Nacional? Ante alguna denuncia —pues se trata de delitos de oficio— ¿qué hará la Fiscalía General de la República?, ¿podemos esperar una investigación que ponga a los responsables en el banquillo de los acusados?, ¿los Guacamayas acabarán siendo un grupo de aves exóticas, hermosas e inteligentes, o un conjunto de delincuentes perseguidos por el Estado mexicano?

De las repuestas a esas y otras interrogantes dependerá que el hackeo y difusión de documentos en posesión del Estado se convierta en una práctica común, corriente e incluso apreciable, o se persiga como delito.

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Abogado penalista
@JorgeNaderK