Según datos del Inegi, la esperanza de vida en México es de 75 años. Ello explica que las personas que rebasan los 60 años sean consideradas “adultos mayores” y gocen de un conjunto de derechos especiales en nuestras leyes, que por cierto rebasan con mucho el sólo hecho de recibir una pensión universal. El objetivo es garantizar su plena inclusión, integración y participación en la sociedad en el último tramo de su existencia, de modo que su plenitud de vida no desaparezca.
Pues bien, nuestros adultos mayores recibieron una buena noticia esta semana. La Cámara de Senadores aprobó la Convención Interamericana sobre la Protección de los Derechos Humanos de las Personas Mayores, adoptada en Washington D.C., EU, desde el 15 de junio de 2015. A partir de ello, sus derechos se elevan a la categoría de derechos humanos y merecen toda la protección del Estado mexicano y de sus autoridades. Se trata, sin duda, de un logro que debemos aplaudir, máxime cuando que la Convención sólo ha sido ratificada por Uruguay (que tuvo la iniciativa), Argentina, Chile, Bolivia, Ecuador, Costa Rica, El Salvador y ahora México.
Para las naciones suscriptoras, y las que seguramente se irán sumando, los adultos mayores tienen derecho humano al envejecimiento activo y saludable. En consecuencia, los Estados deben garantizar que no sufran abandono, discriminación, maltrato, negación de los servicios de salud —especialmente paliativos—, rechazo en actividades laborales o recreativas, o cualquier mal trato que afecte su dignidad. En la medida de las posibilidades individuales, se deberá conseguir que los adultos mayores sean independientes y autónomos, participen en la comunidad con toda normalidad, ejerzan su consentimiento libre e informado en asuntos de salud y vivan en un ambiente de seguridad en todo sentido, especialmente familiar, en el que puedan ejercer todas las libertades que nuestra Constitución reconoce.
Cabe reconocer que la preocupación de las naciones por la longevidad humana no es nueva. En España, por citar un ejemplo, se le concibe como un derecho: el derecho a envejecer. La vejez es vista, así, como un fenómeno natural al que debe adaptarse la ley y no al revés. No son los adultos mayores quienes deben acomodar sus vidas a un orden jurídico elaborado para la vida en plenitud. Por el contrario, es el marco jurídico el que debe modificarse para garantizar que la ancianidad sea un valor social protegido y se preserve lo mucho de bueno que hay en esas vidas y experiencias.
Enhorabuena, pues, al Estado mexicano y a nuestros adultos mayores por la ratificación de la Convención. La labor, no obstante, no ha terminado. A partir de ya, es necesario construir una cultura que mire a la vejez como activo comunitario; eliminar de raíz todas las formas de discriminación y maltrato a nuestros mayores y, desde luego, emitir los nuevos marcos normativos que protejan la longevidad y desarrollen sus derechos humanos en el contexto de la Convención.
Ojalá nos tomemos en serio estos cometidos. Ello será, parafraseando al poeta Francisco de Quevedo, el mejor camino para conquistar el anhelo de llegar a ser viejos y estar orgullosos de serlo. A fin de cuentas, todos vamos para allá.
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