En uno de los libros más antiguos de la humanidad, “Los trabajos y los días”, Hesíodo aconseja acoger el espíritu de la justicia y rechazar la violencia pues, “así como la naturaleza ha permitido a los animales feroces devorarse entre sí”, los hombres tienen la justicia “que es la mejor de las cosas”. Los tribunales, así, se edifican como instituciones dotadas de autoridad para resolver conflictos suscitados entre los integrantes de la sociedad, en reemplazo de métodos violentos de composición, como, por ejemplo, la ley del talión. Por lo menos así sucede en países civilizados, como el nuestro, en cuya Constitución se establece que todos tenemos derecho a que se nos administre justicia por tribunales, por lo que nadie podrá hacerse justicia por sí mismo ni ejercer violencia para reclamar su derecho.
Pero ¿qué sería de tan importante derecho civilizatorio si las resoluciones y sentencias judiciales fueran desobedecidas? Por ejemplo, ¿si una autoridad se negara a dejar en libertad a una persona detenida a pesar de estárselo ordenando un juez, bajo el argumento de “tener otros datos” sobre la culpabilidad del detenido? La respuesta es clara: nos convertiríamos en un país autócrata en el que los tribunales serían substituidos por la voluntad del poderoso en turno; y eso nadie —espero no equivocarme— lo queremos.
Es por ello que nuestra Constitución también señala que las leyes establecerán los medios necesarios para que se garantice la plena ejecución de las resoluciones de los tribunales, principalmente las sentencias, al punto tal que un juicio de amparo no podrá archivarse sin que la sentencia que favorezca a la persona quede totalmente cumplida. En congruencia, todas las leyes que regulan el trabajo de los tribunales disponen, sin duda alguna, que las resoluciones y sentencias judiciales son obligatorias y deben cumplirse en sus términos. Sobra recordar que las sentencias no se discuten; se cumplen.
Más aún: incumplir una resolución judicial o sentencia es delito. Por ejemplo, el Código Penal Federal sanciona con prisión de entre 4 y 10 años a quien demore el cumplimiento de las resoluciones judiciales que ordenen la libertad a un detenido. En la Ley de Amparo, se establece una pena de entre 3 y 10 años de prisión a la autoridad que se resista de cualquier modo a dar cumplimiento a los mandatos u órdenes dictadas en materia de amparo, o de plano incumpla una sentencia de amparo. Por su parte, todos los códigos penales estatales están repletos de delitos que cometen las personas servidoras públicas que retarden, incumplan o se nieguen a colaborar en la ejecución de cualquier resolución judicial en cualquier materia. Tanto es así, que incluso nuestras leyes determinan que se deben ignorar —y denunciar— órdenes superiores ilegales, como las que pudieran emitirse instruyendo a que se desobedezcan resoluciones judiciales o sentencias.
Me parece que nuestras autoridades de hoy bien harían en tener en cuenta lo que señala nuestra Constitución y las leyes sobre la obligatoriedad de las resoluciones y sentencias judiciales, para cuando se les pidan cuentas en el mañana. Entonces, no les servirá de nada alegar acatamiento a instrucciones superiores o tener diferente opinión que los jueces sobre los gobernados.