Para Rebeca, en su cumpleaños.

En todos los países suceden hechos que acaparan la atención pública sobre la justicia penal, debido al nombre de las personas implicadas o a lo escandaloso de los casos: un tiroteo más en Estados Unidos, otro caso de corrupción en el futbol español, un nuevo bombardeo en medio oriente, un juicio mediático entre famosos, terrorismo por aquí o por allá, etcétera.

México no es la excepción. En estos días, la atención general está en los escándalos de corrupción, las matanzas un día sí y el otro también, la grosera impunidad con la que se desaparece a personas, el feminicidio de una cantante a manos de su influyente marido, sacerdotes asesinados, extorsiones generalizadas, migrantes muertos por asfixia en un tráiler y un sin fin de sucesos que analizan los medios informativos, explican las autoridades con el estribillo fijo de “estamos investigando, no habrá impunidad”, y que a fin de cuentas generan opinión pública sobre la justicia penal, cualquiera que sea.

Pero, ¿qué ocurre con la “justicia” cotidiana? ¿con esa que no presentan los espacios noticiosos, pero afecta a miles de personas diariamente, y que en realidad se convierte en injusticia? La autoridad que sanciona aplastantemente a quien pinta la fachada de una casa, el policía mal pagado que vive de la “mordida”, el fiscal indiferente o que aplica todo el peso de la ley a quien roba una lata de atún, el juez que decide mandar a prisión a quien no la merece… ¿Quién no ha padecido o sabe de alguien que no haya sufrido cualquier forma de esa injusticia?

Es verdad que toda sociedad civilizada requiere que sus valores comunitarios sean preservados, por lo cual es válido que las leyes establezcan límites y prohibiciones, faculten a las autoridades para castigar a quienes los transgredan, y señalen las reglas para que las penas se impongan sin dañar de más los derechos de los involucrados, pues no pocas veces la actuación de la autoridad cambia vidas para siempre.

Sin embargo, aunque suele darse por sentado que, llegado el momento, ese sistema funcionará, frecuentemente no funciona. Todos los días, en incontables casos invisibles, pero que allí están, se constata la discrepancia entre lo que mandan las leyes y lo que ocurre en la realidad diaria, pura y dura. Una realidad, hay que decirlo, en la que los solicitantes de justicia suelen terminar malparados, con daños a veces irreversibles, y que muchas veces se resignan creyendo que no hay nada que hacer, o que las desgracias del otro son del otro y nada que escarmentar en cabeza ajena; una cruel realidad de injusticia cotidiana.

No podemos seguir indolentes. Estamos tocando fondo. Es preciso que el Estado entienda que la seguridad pública y la justicia penal necesitan insumos suficientes para prevenir el delito y lograr policías confiables y eficientes que sirvan y protejan en efecto a la comunidad, con ministerios públicos persistentemente honestos, independientes y empáticos, y jueces comprometidos con la protección de la dignidad humana al momento de resolver controversias.

¿Es posible? ¿lo merecemos? ¿queremos una justicia bien diseñada y que de veras impere en la realidad cotidiana? Dejando a un lado el pesimismo de la ingenuidad, creo que sí, porque tenemos en general buenas leyes y aún no estamos desahuciados por su indebida aplicación. Pero, claro está, es tarea de todos.

Abogado penalista.
@JorgeNaderK

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