Más allá de las formas, que en la política suelen ser el fondo, no es poca cosa que, en la ceremonia del 5 de febrero pasado, en la que se conmemoró un aniversario más de nuestra Constitución, la ministra presidenta de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, Norma Lucía Piña Hernández, haya centrado su discurso en la independencia judicial y su importancia. Aunque se trata de una cuestión de la que suele hablarse cada vez de que se analiza la función de los poderes judiciales, en los tiempos que corren adquiere una significación subrayada porque el futuro de nuestra democracia depende más que nunca de que las personas juzgadoras actúen cotidianamente de manera imparcial, independiente de cualquier influencia o crítica externa y, sobre todo, valientemente. Por eso, en realidad no es importante que en la ceremonia se haya colocado a la titular de un poder autónomo al extremo de la mesa, después de los secretarios de gobernación y de las fuerzas armadas, o que la ministra Piña Hernández haya permanecido sentada al arribo del presidente de la República —si bien le aplaudió. La verdadera importancia radica en la claridad manifiesta de la ministra presidenta sobre la necesidad de garantizar que los derechos de las personas sean respetados por quienes tienen encomendada la delicada función de juzgarlas, y que la justicia, como valor indispensable de nuestra democracia, sea impartida de manera objetiva y equitativa todos los días. Ni más ni menos, del enorme valor de la independencia judicial. Lo demás cae en lo anecdótico, aunque ciertamente indica la manera en que se relacionarán en lo personal quienes encabezan los poderes ejecutivo y judicial por lo que resta del sexenio —además, tampoco es que se hayan faltado al respeto.
La independencia judicial, entonces, no depende de qué tanta amistad o simpatía personal haya entre los titulares de los poderes. Depende de mucho más. De una real y respetuosa separación de poderes en un sano sistema de equilibrios —pesos y contrapesos—. De garantías de responsabilidad y transparencia en el quehacer diario de todos los servidores públicos —no sólo de juzgadores/as y tribunales—, pues tan reprobable es la opacidad, como la justicia por consigna o miedo. De condiciones de igualdad ante la ley entre las partes en conflicto, de modo que ninguna tenga ventajas procesales o por intereses inconfesables por encima de la otra. Y, sobre todo, de factores de probidad y lealtad de quienes participan en los procesos como abogados/as, pues tan censurable es la corrupción o la incapacidad de la autoridad judicial, como las de quienes litigan ante ella.
Por eso, si para tener una verdadera independencia judicial que proteja los derechos humanos y la democracia, como la que merecemos, debemos “pagar el precio” de que los titulares de los poderes no sean amigos, no se levanten para aplaudirse los unos a los otros, o que los responsables de los ceremoniales asignen con torpeza los lugares a ocupar en el presídium de los eventos, ¡que así sea! Así como al presidente López Obrador, a muchos también nos llenará de orgullo que quienes ocupen el honroso cargo de ministro/a de la Corte no sean empleados del presidente de la República. Ni hoy ni nunca.
Suscríbete aquí para recibir directo en tu correo nuestras newsletters sobre noticias del día, opinión y muchas opciones más.