En estas páginas he escrito (4 y 11 de julio) sobre la atractiva idea de elegir a los ministros de la Suprema Corte de Justicia, y la prescindible elección de magistrados del Tribunal Electoral y del Tribunal de Disciplina Judicial. Sin embargo, el tema más complicado es la elección de jueces y magistrados, no sólo del Poder Judicial de la Federación, sino también de los poderes judiciales de las 32 entidades federativas, del Supremo Tribunal Militar, y de los tribunales administrativos y agrarios. En total, son muchos más que los 1,600 de los que se habla. ¿Cómo podríamos conocer a miles de candidatos por los que votar? Imposible. Por lo mismo, aquí sí que los factores de poder -empresarios, sindicatos, partidos y delincuencia organizada, entre otros- podrían colocar a sus juzgadores, logrando impunidad y privilegios, justo lo contrario de lo que supuestamente busca la reforma judicial.

El problema de fondo es que la elección de jueces y magistrados no tiene un objetivo claro. Si la intención es mejorar la justicia, es evidente que tal aspiración —legítima, por supuesto— no se logrará con esta medida. Los jueces y magistrados son el último eslabón en la cadena de la justicia, y sus decisiones dependen de lo que previamente haya hecho la policía y los fiscales —en la justicia penal— o las partes contendientes —en las demás ramas. Sus sentencias no surgen de su íntima convicción, buena intención, o candidez, sino de las pruebas obtenidas legítimamente y del comportamiento de los litigantes. ¿Con base en qué elementos esos juzgadores, simpáticos o conocidos, decidirán sobre la libertad de las personas, sobre su patrimonio, sobre su entorno familiar o sobre su futuro? Si no se transforma la policía y las fiscalías, o se controla a las partes para evitar negligencia o corrupción, pero se depositan todas las expectativas en jueces y magistrados políticamente sostenidos, no obtendremos justicia real; y cuando nuestros gobernantes se den cuenta, puede ser demasiado tarde.

La iniciativa en debate, sometida a la gran simulación de los parlamentos abiertos, que además no votarán nuestros actuales legisladores, no tiene sentido cuando trata a los jueces y magistrados. Es como aquello de “ten cuidado con lo que deseas, no vaya a ser que se haga realidad”. Porque estoy seguro, radicalmente convencido, de que cuando nuestros gobernantes enfrenten algún conflicto jurídico personal; o si “les sacan” una orden de aprehensión, o está en riesgo su patrimonio o la estabilidad de su familia, querrán que un juez preparado, experto y con experiencia profesional juzgue su caso, en vez de uno bien simpático o muy conectado. Lo que todos esperamos al buscar justicia es la intervención de policías honestos, capacitados y eficientes; ministerios públicos incorruptibles, profesionales y objetivos; abogados éticos y competentes; y, desde luego, jueces imparciales, independientes y expertos, aunque no nos simpaticen.

La elección de jueces y magistrados es, pues, una idea infausta y le generará a la presidenta Sheinbaum un problema enorme que hoy no tiene. ¿Qué necesidad hay de comenzar a gobernar con tantos retos presentes y encima enfrentarse a un desastre futuro que no le tocará atender a los promotores de la reforma? Es mejor que encargue a expertos el diseño de una reforma integral a la justicia que comience por las policías, pase por las fiscalías y abogados, y concluya con los juzgadores, sin salidas superficiales, sino con soluciones de fondo.

Abogado penalista.

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