Las policías son el primer eslabón en la cadena de la justicia. En sus manos está la prevención de los delitos y la colaboración con el Ministerio Público —agrupado en las fiscalías— en la investigación de los crímenes. En una reciente columna para EL UNIVERSAL (1 de agosto) destaqué el abandono histórico de las policías a pesar de su importancia. No obstante, la justicia no concluye en las policías. Su desempeño impacta directamente en la eficacia de los agentes del Ministerio Público para cumplir sus obligaciones de proteger a las víctimas, asegurar evidencia del delito, recopilar pruebas de manera rápida y eficiente, y presentar casos sólidos ante los jueces. La función esencial de las fiscalías es, en síntesis, investigar rápidamente los delitos y ganar los casos. Evidentemente, si las policías fallan en su misión, los ministerios públicos fracasarán frente a los jueces y tribunales. Así, las fiscalías constituyen el segundo eslabón en la cadena de la justicia.

No es un secreto que las fiscalías, en general, no están cumpliendo sus deberes constitucionales. Las víctimas a menudo se quejan de maltrato, indiferencia y lentitud durante la investigación, así como de ineficiencia y desinterés en los juicios. Además, la desviación ética sigue siendo un problema persistente. Estos inconvenientes no se han resuelto a pesar de la supuesta autonomía de las fiscalías, afectan directamente a la justicia y, por lo mismo, deben resolverse antes de considerar cualquier reforma constitucional que defina cambios en los poderes judiciales. Y es que los defensores de la reforma judicial en marcha proponen transformar primero a los jueces y magistrados —con el hecho de su elección popular— dejando para después, en un futuro incierto, para el que ni siquiera se ha definido una ruta, la mejora de las policías y fiscalías, en una lógica inversa que equivale a intentar cocinar un pastel empezando por el betún sin haber preparado antes los ingredientes esenciales.

Al igual que las policías, las fiscalías están en un estado de abandono alarmante. Carecen de los recursos humanos, financieros y materiales necesarios para la realización de su trabajo apropiada y cuidadosamente. Los lugares donde se recibe a las víctimas son frecuentemente inadecuados y revictimizantes, y los ambientes de trabajo, perjudiciales. Los agentes del Ministerio Público están saturados de casos y suelen burocratizar las investigaciones; son susceptibles de destitución arbitraria, lo que ha destruido la carrera ministerial; y la corrupción es un problema real y constante. ¿Qué se puede esperar de un fiscal sobrecargado de trabajo, con un salario insuficiente, sin recursos para hacer bien su labor y que en cualquier momento puede perder para siempre su empleo, o bien enfrentar la cárcel? ¿Que a pesar de estas falencias tenga el interés y la capacidad de investigar bien, rechazar dádivas y órdenes superiores ilegales, y ganar los casos en los tribunales? Habrá excepciones, por supuesto, pero son escasas.

Sin duda, un paso crucial para lograr de verdad una mejor justicia es transformar, en orden lógico, el segundo eslabón de la cadena: las fiscalías. Es necesario actuar ahora, no después, cuando podría ser demasiado tarde.

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