En 2014, la máxima del “sufragio efectivo, no reelección”, que marcó décadas de historia, se vio trastocada —o superada, según otros— por una reforma constitucional, producto del Pacto por México, que permitió la reelección de senadores, diputados, presidentes municipales, regidores y síndicos, a partir del proceso electoral de 2021. En aquel entonces, los defensores de la reelección argumentaron que se fomentaría la carrera parlamentaria, se fortalecería la relación de confianza y colaboración entre los votantes y sus representantes, y se contribuiría a una rendición de cuentas más robusta. Además, se pondría fin a la práctica de algunos políticos de cambiar de Cámara una y otra vez en una eterna reelección de facto.
En 2021, ya con Morena en el panorama político, por cierto, un crítico vehemente del Pacto por México, la aplicación de la reelección legislativa arrojó un dato curioso. De 500 diputados, 218 expresaron su intención de ser reelegidos. De éstos, 169 fueron registrados por sus partidos; y de los registrados, únicamente 111 fueron reelectos: 66 de Morena, 18 del PT, 15 del PAN, 9 del PRI, 2 del PVEM y 1 del PES. Así, a pesar de la apertura legal, la reelección no se generalizó.
Sin embargo, con la mira puesta en 2024, la situación cambiará drásticamente pues la reelección estará vigente también para senadores, y prácticamente todos querrán reelegirse. Para muestra basta el dato de que la semana pasada, de 500 diputados, 467 manifestaron su intención de reelección, es decir, el 93.4%. Consecuentemente, la reelección caracterizará el futuro de nuestra política parlamentaria, y ello obliga a debatir sobre sus bondades, si es que las hay.
En ese sentido, si bien es verdad que aún es temprano para evaluar la experiencia reeleccionista de 2021, cierto es también que el horizonte para 2024 presenta desafíos evidentes. Por ejemplo, mientras que en otros países los legisladores interactúan con sus electores y llevan sus demandas a los congresos, esto no sucede en México. Nuestros parlamentarios no conocen a sus representados, ni éstos a aquéllos, por lo cual, y como no podría ser de otra manera, los intereses del grupo social que se supone representan no tienen eco en las Cámaras. Es claro que hoy día no puede hablarse de ninguna relación de confianza o de colaboración entre votantes y sus representantes, ni de la rendición de cuentas de los congresistas a su electorado. Desgraciadamente, nuestro modelo centra el poder político de la reelección en los partidos y no en la gente, lo cual incrementa las prácticas de trueque político, refuerza la conservación del poder sólo por el poder y favorece una representación legislativa excluyente basada en intereses de grupo.
Como votantes, es imperativo determinar bajo qué criterios renovaremos o no la confianza en nuestros legisladores. Me parece que debemos comenzar por examinar si su desempeño anterior fortaleció la democracia republicana o si, por el contrario —como me lo temo en la inmensa mayoría de los casos—, contribuyó a la consolidación de las prácticas políticas cuestionables que vemos y padecemos a diario. Si tenemos el poder de decidirlo en las urnas, debemos hacer nuestra parte. De lo contrario, seguiremos igual, o empeoraremos, y creo que no queremos eso.