Aunque existen asociaciones de la sociedad civil dedicadas a trabajar con personas privadas de la libertad para asistirlas en su desarrollo personal y transformar las cárceles de meros lugares de expiación a espacios de oportunidad, la plena vigencia de los derechos de las mujeres en prisión todavía se percibe como un objetivo distante. La organización “La Cana”, enfocada en capacitarlas para que adquieran un oficio y herramientas que les permitan obtener ingresos con los que puedan ser económicamente independientes, explica en sus documentos que la ausencia de políticas públicas efectivas que promuevan la reinserción social de las mujeres en situación de encarcelamiento, sumada a las condiciones de vida indignas —caracterizadas por el ocio, la falta de oportunidades y la exclusión de sus derechos fundamentales, muchas veces a la maternidad—, obstaculiza el camino hacia una vida alternativa alejada de la delincuencia para muchas mujeres en prisión. Tal situación, agrega, perpetúa el ciclo de criminalidad, tanto dentro de las instituciones penitenciarias como una vez que las mujeres son liberadas, puesto que la delincuencia se convierte en la única forma de vida que realmente conocen.
La problemática apuntada es compleja, multifacética y requiere de una intervención integral que no sólo aborde las necesidades inmediatas de las mujeres privadas de la libertad, sino que también se enfoque en crear un sistema penitenciario más humano y justo que fomente su reinserción efectiva, como postula nuestro artículo 18 Constitucional. Esto implica mejorar las condiciones físicas de los centros de reclusión, así como garantizar el acceso a servicios de salud adecuados, incluyendo la atención psicológica, para abordar las secuelas del encarcelamiento y la vida previa a éste, y sobre todo implementar en serio programas educativos, deportivos y de capacitación laboral que abran caminos hacia el empleo y la reintegración social y familiar post-liberación. El reto es grande, desde luego, pero imprescindible para dotarlas de un entorno más justo e inclusivo en términos reales. La reivindicación de los derechos de las mujeres en prisión debe ser una prioridad en la agenda de políticas públicas y que por fin las cárceles se conviertan para ellas en lugares de segunda oportunidad y no sólo de sanción penal.
Pese a tal situación, ninguna de las candidatas a la presidencia ha delineado, hasta ahora, cómo abordarían la problemática señalada con perspectiva de género, aún y cuando se admita la idea de extender los espacios penitenciarios en todo el país. Por ello, este 8 de marzo es una oportunidad ideal para reconocer el esfuerzo, a menudo discreto, pero siempre generoso, de las organizaciones de mujeres que con su apoyo real, constante y altruista marcan una diferencia tangible y significativa en la vida de miles de mujeres a quienes raramente se les ve: las que viven —y sobreviven— en nuestras cárceles. Es un hecho que sólo mediante la acción colectiva, la sensibilización y la lucha incansable por la recuperación de los derechos humanos de las reclusas, podremos lograr un entorno real donde las mujeres tengan la posibilidad de reconstruir sus vidas con esperanza y libertad.