Tras el arresto y posterior liberación de Ovidio Guzmán, hijo de Joaquín Guzmán Loera, El Chapo, los grupos criminales demostraron una capacidad, hasta el momento poco valorada por las fuerzas de seguridad, de movilizarse con agilidad en zonas urbanas para minimizar el impacto de la acción militar, quitarle la iniciativa y doblegar al gobierno con el amago de acciones terroristas contra objetivos civiles y familias de elementos del Ejército.
Durante décadas de una política gubernamental sostenida de uso de la fuerza militar en operaciones contra el narcotráfico, los grupos criminales fueron ganando experiencia, adoptando una estructura descentralizada casi hasta el grado de la atomización, mientras afinaban las capacidades de fuerzas especiales para enfrentar y eludir a unidades militares en ambientes urbanos, es decir, cerca de familias, escuelas, universidad, mercados.
Ese aprendizaje, sin duda, fue la ventaja principal del llamado Cártel de Sinaloa para realizar una operación que sorprendió al gobierno, lo puso a la defensiva, y lo obligó a dar marcha atrás en la detención ya lograda de uno de los líderes más connotados de esa organización criminal.
La operación en Culiacán, una ciudad de casi un millón de habitantes, mostró que ese grupo del Cártel de Sinaloa está formado con unas cien personas, apenas el tamaño de una compañía del Ejército, que exhiben armamento para combatir a vehículos blindados y se movilizan en escuadrones de tres personas a bordo de camionetas el doble de rápidas que los humvees clásicos del Ejército.
En lugar de enfrentar directamente a la unidad de la Guardia Nacional y del Ejército que detuvo a Ovidio Guzmán, la compañía de los hermanos Guzmán se dispersó por la ciudad, atacó la unidad habitacional del Ejército en las instalaciones la zona militar en Limón de los Ramos, bloqueó 19 intersecciones de Culiacán, liberó a cerca de 50 internos del penal, quemó vehículos civiles, se apoderó de vehículos militares, y ayudó a sembrar el terror mediante la grabación y difusión de sus operaciones en las redes sociales. La hora de los enfrentamientos en las hora pico del tránsito vehicular y la geografía de esta ciudad atravesada por ríos caudalosos fueron factores que facilitaron la operación criminal para liberar a Ovidio Guzmán.
Si el objetivo de crear un caos en la ciudad, multiplicar los puntos probables de combate entre las Fuerzas Armadas y los elementos de la compañía de los Guzmán, y amagar con la violencia dirigida contra la población civil, era el forzar la liberación del hijo de El Chapo, entonces toda la operación puede ser considerada como un éxito criminal y un fracaso gubernamental. Este éxito puede dejar enseñanzas a otros grupos criminales que están observando el desarrollo de los acontecimientos en Culiacán para prepararse mejor en el enfrentamiento probable con fuerzas gubernamentales: descentralizar sus unidades, combatir en toda la ciudad, bloquear rutas de movilización militar y policial, y golpear un punto de vulnerabilidad del Ejército: las familias de los soldados que residen en las unidades militares.
Las unidades militares reaccionaron en un principio con el despliegue de más vehículos y soldados en la ciudad para formar un cerco como la primera medida para la neutralización y posible aniquilamiento de los escuadrones militares que se esparcieron en las calles de la ciudad. Sin embargo, tanto los mandos militares civiles como los militares se dieron cuenta que eso era inútil para controlar a los grupos criminales que se movían con fluidez en un terreno muy conocido y evitaban la confrontación directa.
La liberación del hijo del Chapo Guzmán fue sin duda una decisión amarga para las Fuerzas Armadas y para el gobierno de Andrés Manuel López Obrador. Con una franqueza no acostumbrada en el lenguaje de los políticos mexicanos, el gobierno está reconociendo que no hubo coordinación interagencial en una operación tan relevante como la detención del hijo de un narcotraficante reconocido mundialmente.
La franqueza también ha llevado al reconocimiento de que las unidades militares actuaron de forma autónoma sin respetar la cadena de mando. Al final de cuentas, el peso de la vergüenza política de haber arrestado al hijo del Chapo Guzmán y luego soltarlo ha recaído casi en su totalidad en el Presidente.
Si acaso una lección positiva puede extraerse de este incidente, vergonzoso para las Fuerzas Armadas y patético para el mando civil, es que el presidente López Obrador no está dispuesto a repetir el error de sus predecesores en el cargo al declarar que no vale la pena la detención de un supuesto líder del narcotráfico a cambio de poner a la población entera de una ciudad a merced de narcotraficantes dispuestos a lo que sea para mantenerse en libertad.
Ahora está más claro que nunca que la militarización de la lucha contra el narcotráfico no sólo erosiona la seguridad de la población en las ciudades aquejadas por un narcotráfico que no cesa de aprender y adaptarse, sino que desmoraliza a las propias fuerzas armadas y acelera la radicalización de las organizaciones delictivas.
Difícil tarea para el presidente López Obrador: debe demostrar que la fuerza y la inteligencia del Estado es mayor que la capacidad de adaptación de criminales que lo único que saben hacer es ejercer la violencia generalizada, el camino más rápido al terrorismo. Lo que menos debemos desearle en esa misión es el fracaso.
Especialista en temas de seguridad y Fuerzas Armadas