Como hemos podido confirmar, la atención del mundo está puesta en Ucrania, con toda razón. Pero frente a ello, los problemas en América Latina han quedado relegados a segundo o tercer plano. No ayuda mucho a la región la incapacidad de la opinión pública de poner atención a varios asuntos simultáneamente, ni que los medios de comunicación predominantes, incluyendo los estadounidenses, tengan un sesgo eurocentrista. Si bien durante algunos años Venezuela atrajo la mirada ante la gravedad de la situación y, sobre todo, la posibilidad de un cambio de régimen, la indignación se convirtió en normalización en la mayor parte de la comunidad internacional con el paso del tiempo, mientras Maduro lograba aferrarse al poder a cualquier costo. Después llegaron la pandemia y otras crisis, y el mundo se fue olvidando lentamente de la tragedia que ha producido el mayor éxodo de refugiados en el continente, a pesar de los esfuerzos de la OEA y el Consejo de Derechos Humanos (CDH) de la ONU, que ha documentado crímenes contra la humanidad.
Por su parte, el desastre en Nicaragua ha pasado mayormente desapercibido, incluso más que el venezolano, excepto para algunos sectores latinoamericanos, la OEA y unos cuantos especialistas y defensores de derechos humanos como Human Rights Watch. Claramente, la historia de Nicaragua como anfiteatro de la guerra fría ha quedado atrás, no tiene el tamaño ni los recursos de Venezuela, ni se inserta en la épica de la revolución cubana, pero la situación es dramática y debería ser inaceptable. El régimen de Daniel Ortega ha violado derechos humanos a mansalva, callado a medios de comunicación, reprimido, acosado a sacerdotes y encarcelado o asesinado a críticos y opositores. En un acto de reconocimiento implícito de que perdería ante cualquier contrincante, Ortega se deshizo de todos a la mala y se presentó solo en la boleta de las elecciones de noviembre pasado. A una justificada indignación en las calles del país y en las redes sociales, siguieron comunicados de condena de algunos países, organizaciones y think tanks, así como resoluciones de la OEA y del CDH de la ONU. Pero también ha habido un inexplicable silencio de muchos, incluyendo a México y el Papa Francisco, y poco más ha sucedido. Así, mientras el mundo se concentra en Ucrania, las dictaduras de Ortega y de Maduro gozan de cabal salud, en parte por la falta de presión internacional.
En contraste, la llamada marea rosa ha comenzado a generar preocupación entre algunos observadores de América Latina. La situación en la región, en efecto, se está complicando, pero no por la orientación ideológica de los gobiernos sino por la falta de compromiso con los derechos humanos, la democracia y el estado de derecho en un número creciente de países, tanto desde la izquierda como desde la derecha. La región merece más atención y escrutinio sí, pero por la deriva autoritaria de muchos gobiernos, no por su signo político.
Cuba ha dejado de ser la excepción a la democracia en el continente. Se han sumado Venezuela y Nicaragua. Y ahora El Salvador se acerca al punto de no retorno. En efecto, como Maduro y luego Ortega, la gestión de Bukele se ha caracterizado por medidas cada vez más autoritarias, violaciones continuas a los derechos humanos, eliminación de contrapesos y colonización de los otros poderes. Como muchos temían, una vez preparado el escenario, Bukele anunció la decisión de presentarse a reelección en contravención de la constitución salvadoreña, con la complicidad del poder judicial y la complacencia de muchos.
Desde la Segunda Guerra Mundial, con excepción de México, presidentes de todos los países latinoamericanos han intentado extender su mandato a pesar de las leyes vigentes. De acuerdo con la contabilidad de Ignacio Arana de Latinoamérica21, publicada hace unos días en El Universal, lo han logrado en 35 de 48 casos. Bukele está siguiendo el libreto del caudillo latinoamericano, el mismo que antes utilizaron, entre otros, Chávez, Maduro y Evo Morales. Primero, negar su deseo de reelegirse mientras otros hablaban de ello, tanteando el terreno. Al mismo tiempo, centralizar el poder, politizar la justicia y el ejército, saturar las cortes y el congreso de leales. Llegado el momento, “ceder al llamado del pueblo que le pide reelegirse y sacrificarse por él”. Bukele argumenta que es el presidente más popular de América Latina y que “seguirá liderando la transformación de El Salvador”. ¿Quién sigue?
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