Han transcurrido más de nueve años desde la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa. El gobierno de López Obrador ya ha investigado la tragedia por más tiempo del que lo hiciera el de Peña Nieto. Pero, a pesar de haber sido una promesa de campaña, uno de sus 100 compromisos al tomar posesión y ser parte central de la narrativa que llevó a López Obrador al poder, el balance es francamente negativo. El GIEI se retiró unilateralmente en julio denunciando falta de cooperación de las áreas de seguridad, en particular el ejército. La fuerza del aparato de justicia se ha concentrado más en castigar a los encargados de la investigación durante el sexenio pasado que a los responsables directos de la desaparición de los jóvenes. Se han liberado a docenas individuos acusados de los crímenes, algunos de los cuales se han convertido en testigos protegidos. Como resultado, hoy están encarcelados casi tantos presuntos encubridores como perpetradores de los hechos. Las madres y padres de las víctimas están furiosos y más decepcionados de este gobierno que del anterior, del que esperaban poco. Por si no fuera suficiente, resulta realmente difícil distinguir entre la llamada “verdad histórica” y las conclusiones de casi cinco años de investigación a cargo de la 4T.

Más triste aún es que, mientras todo esto ocurría y en medio de la enorme confusión generada -por diseño o no-, la 4T abandonó a las madres buscadoras e ignoró por completo a los demás desaparecidos -los más de 100,000 acumulados a la fecha-, salvo por el descarado intento de desaparecerlos de las estadísticas gubernamentales.

La indolencia de la 4T con los desparecidos que no sean de Ayotzinapa tiene su origen en los primeros días de este gobierno. A principios de diciembre de 2018, apenas unas horas después de que López Obrador asumiera el poder, el hasta hace muy poco subsecretario para Derechos Humanos de SEGOB, Alejandro Encinas, viajó a Washington para negociar con la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) la reinstalación del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes -o GIEI- para Ayotzinapa. La respuesta de la CIDH fue proponer el establecimiento de un mecanismo de seguimiento a violaciones de derechos humanos en México en general o, por lo menos, uno para todos los desaparecidos, no solo los 43. La reacción inicial de Encinas fue positiva. Sin embargo, tras consultar con Palacio Nacional, el subsecretario dejó en claro que la solicitud era restablecer, con exactamente el mismo encargo y composición, el grupo que se retirara de México en 2016 tras concluir su mandato en medio de críticas feroces al gobierno de Peña Nieto, encabezadas justamente por López Obrador y su maquinaria de seguidores.

La decisión de recrear una copia la carbón de aquel GIEI y de limitarlo a Ayotzinapa fue evidentemente política, una simulación más que una muestra del compromiso del presidente con la verdad y justicia para las víctimas. Aunque pasó mayormente desapercibida, fue una señal de que la defensa de los derechos humanos en el gobierno de López Obrador sería sesgada y selectiva: con empeño cuando hubiera rédito político, con negligencia cuando no. Con la acumulación de más víctimas se agregaría otra distinción: con toda la fuerza del Estado contra algunos crímenes del pasado, con disimulo y, frecuentemente, encubrimiento con respecto a los del presente.

La colonización de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos reforzó esa forma de operar. Los obstáculos al trabajo de los expertos del GIEI, la crecientemente deteriorada relación con los mecanismos de derechos humanos de Naciones Unidas, los activistas, la propia CIDH y, desde luego, la vilipendiada OEA, han confirmado la falta de compromiso de López Obrador con los derechos humanos. La desatención a colectivos de víctimas, la acumulación de casos de desaparición (forzada) a manos de las fuerzas de seguridad, los miles de desplazados internos, la impunidad, la incompetencia o franca complicidad de las fiscalías son acciones y omisiones que deberían resultar inaceptables en cualquier gobierno. Inaceptables desde luego, pero también imperdonables cuando se trata de uno que emana de un movimiento que se presenta como heredero de la lucha contra la represión durante la guerra sucia. La deuda que deja la 4T en materia de derechos humanos es enorme.

Diplomático de carrera por 30 años, fue embajador en ONU-Ginebra, OEA y Países Bajos

@amb_lomonaco

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