A raíz de la orden de aprehensión contra el presidente ruso Vladimir Putin y la solicitada contra el primer ministro israelí Benjamín Netanyahu, se ha incrementado el interés de la opinión pública mundial sobre la Corte Penal Internacional (CPI). La Corte es sucesora de los tribunales ad-hoc creados por el Consejo de Seguridad de la ONU para perseguir los crímenes más graves cometidos por la humanidad en aquellos conflictos sobre los que los cinco miembros permanentes de ese órgano se lograron poner de acuerdo. Resultado de la ola de indignación por la incapacidad de la comunidad internacional para reaccionar frente al genocidio en Ruanda, el Estatuto de Roma, adoptado en 1998, estableció a la CPI como un tribunal permanente para realizar investigaciones y juzgar casos en función de consideraciones judiciales y no políticas, a diferencia de los tribunales ad-hoc.

En su corta de vida, la CPI ha enfrentado numerosos obstáculos. De entre ellos, tres fantasmas la han rondado continuamente: la falta de universalidad, acusaciones de selectividad y la disyuntiva entre paz y justicia (peace vs justice). Casi dos terceras partes de los miembros de la ONU son parte del Estatuto de Roma. No se ha logrado la universalidad. Se han quedado al margen países importantes, pero con poca o nula disposición para rendir cuentas como Rusia, China, Irán, India, Paquistán, Israel, Egipto, Cuba o Nicaragua. El que más daño ha hecho por su negativa a incorporarse es Estados Unidos, por su peso específico y por los vaivenes de su relación con la Corte, desde cooperación con Obama a la abierta confrontación, amenazas y sanciones bajo Bush y Trump.

Durante los primeros años de la Corte, las situaciones (casos) fueron todas en países africanos. Ello comenzó a alimentar la percepción de selectividad. En otras palabras, que la CPI se enfocaba exclusivamente en ese continente, reproche que estalló con las investigaciones sobre violencia electoral en Kenya y que provocaron la denuncia al Estatuto, en protesta, por parte de varias naciones africanas. La apertura de investigaciones o situaciones en otras regiones ha atemperado tales críticas. Los casos de Maduro, Putin y ahora Netanyahu han contribuido en mucho a ello.

Aunque la falta de universalidad es el principal obstáculo para una acción más efectiva, la disyuntiva entre paz y seguridad confronta las aspiraciones con la realidad. A lo largo de los siglos los conflictos se han resuelto con acuerdos tras bambalinas que suelen incluir un exilio dorado para el sátrapa responsable a cambio de abandonar el poder. En otras palabras, paz sin justicia. La intervención de la CPI en algunas situaciones ha generado la esperanza de una merecidísima justicia para las víctimas pero, al mismo tiempo, ha complicado significativamente la posibilidad de encontrar soluciones, normalmente inconfesables e inmorales pero efectivas, para lograr la paz. Porque, ¿cuáles serían los incentivos para que un criminal abandone el poder si, además de perder privilegios, tuviera que enfrentar juicio y cárcel en La Haya?

Pertinente también para Putin, la orden de aprehensión contra Netanyahu ha traído de vuelta este debate. Analistas, políticos y observadores alrededor del mundo se preguntan si la intervención de la CPI acerca o aleja la paz en Gaza. Se trata de una polémica sin respuestas evidentes, genuina para algunos, aunque parapeto para otros que tratan de proteger a Netanyahu y justificar sus acciones a toda costa por las razones que sean.

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