Libres y justas -o equitativas- son principios rectores, ampliamente aceptados, para que las elecciones sean consideradas plenamente democráticas. Si bien ambos son indispensables, el reto inicial para muchas sociedades, sobre todo aquellas con déficits democráticos, había sido asegurar procesos electorales libres. Que el voto contara y se contara bien, que no hubiera compra u obstáculos al voto, intimidación o acarreo de votantes, relleno o hurto de urnas, fraude cibernético.

En tiempos recientes, sin embargo, la observación internacional, las redes sociales y la vigilancia ciudadana han forzado a regímenes y gobiernos poco escrupulosos y menos comprometidos con la democracia a llevar a cabo ilícitos más sofisticados, que podríamos llamar de segunda generación, concebidos para vulnerar la justicia o equidad de las elecciones. Un caso paradigmático en este sentido es el reciente proceso electoral en El Salvador, relevante para México por la cercanía geográfica y temporal, y porque se observan, a pequeña escala pero con efectos amplificados, algunos de los mismos obstáculos a la democracia que se han vuelto cada día más recurrentes en nuestro país.

La Misión de Observación Electoral (MOE) de la OEA en El Salvador encontró deficiencias organizativas y tecnológicas -algunas serias aunque no inusuales para el sistema electoral salvadoreño-, incluyendo demoras y falta de uniformidad en el escrutinio final. Sin embargo, todo ello tuvo un efecto marginal -dado el arrollador triunfo de Bukele- y palideció frente a la acumulación de actos y omisiones que afectaron seriamente las condiciones de competencia entre partidos y candidatos, la distribución del poder y los pesos y contrapesos resultantes de la elección. En resumen, más que un fraude a la antigüita, la MOE se topó con una elección que no fue justa.

El pecado original fue la interpretación tramposa que un tribunal integrado por leales a Bukele hizo de la prohibición expresa en la Constitución a la reelección inmediata y que permitió al presidente salvadoreño registrarse de nuevo como candidato. Toda una chicana jurídica, como a las que la Morena nos ha acostumbrado en México, a la que se sumaron una serie de decretos y reformas legislativas perniciosas para un proceso electoral plenamente democrático. En primer lugar, un régimen de excepción vigente por casi 700 días a la fecha que, según la MOE, obstaculizó el proceso electoral, al generar autocensura por posibles represalias de parte del gobierno, limitaciones a una participación política abierta y a la libertad de prensa, así como “reservas a aportar contribuciones económicas a partidos de oposición”. A ello se agregó, bajo el argumento de generar ahorros (¿suena familiar?), la reducción del número de escaños de la Asamblea Legislativa de 84 a 60, así como la compactación de municipios, que pasaron de 262 a 44. Con ello, Bukele aseguró para su partido una supermayoría en el legislativo y un control territorial casi absoluto. Cualquier semejanza con la propuesta obradorista de eliminación de los plurinominales es mera coincidencia.

La suciedad llegó a la campaña electoral. Para la MOE ésta fue “atípica e inequitativa”, con múltiples testimonios de “ausencia de condiciones de equidad para que las opciones políticas pudieran competir de manera justa”. Entre otros agravantes, la MOE identificó un aumento en la violencia política contra las mujeres, así como “un rol pasivo del Tribunal Supremo Electoral ante las denuncias sobre la fiscalización del uso de recursos públicos y propaganda gubernamental para hacer campaña”, incluyendo “propaganda política adelantada por el partido oficialista de manera extemporánea o con uso de recursos públicos con fines proselitistas”.

Las similitudes con lo que ocurre en nuestro país día con día, a la vista de todos, son escalofriantes. Sin duda, los mexicanos estamos frente a una elección muy desigual, en la que el gobierno se ha arrogado una serie de ventajas inaceptables para un régimen democrático. De ahí la importancia de salir a votar y la pertinencia de las gestiones de Xóchitl Gálvez para asegurar, como ha ocurrido desde 1994, la presencia de observadores electorales internacionales, en particular de la OEA. Los voceros del morenismo, que hoy se rasgan las vestiduras ante el llamado de la candidata de oposición, harían bien en recordar las demandas del propio López Obrador cuando estaba del otro lado de la barrera.

Diplomático de carrera por 30 años, fue embajador en ONU-Ginebra, OEA y Países Bajos

@amb_lomonaco

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