Han pasado ya tres semanas desde la celebración de la Cumbre de Líderes de Norteamérica. Ha corrido mucha tinta al respecto y comienza a generarse un consenso entre los analistas: la reunión fue exitosa tanto para el proyecto de integración norteamericana como para los tres mandatarios, aunque en diferentes grados. López Obrador disfrutó enormemente ser anfitrión y Trudeau obtuvo de México algunas concesiones puntuales, mientras que el balance para Biden es más complejo y, quizás, más productivo. Con una paciencia que el Santo Job envidiaría, el presidente estadounidense aguantó reclamos, impertinencias, inconvenientes, descortesías y hasta abrazos. Aceptó dejar fuera de la agenda pública y del comunicado conjunto todos los temas espinosos e incómodos. A cambio de ello, logró un acuerdo sobre su visión del futuro de la región y logró compromisos específicos de México, muchos de ellos anatemas para López Obrador y a contracorriente de las políticas y obsesiones de la 4T . Días antes de la Cumbre, EU había obtenido, además, la concesión coyuntural más urgente y, por tanto, más valiosa políticamente: la anuencia de México para recibir a 30,000 migrantes mensuales, que da continuidad a los arreglos revelados por Mike Pompeo en su reciente libro.
En contraste, la comentocracia está más dividida en torno al destino de los desacuerdos que se siguen acumulando entre nuestro país y sus socios comerciales, como el que escala rápidamente en torno al maíz transgénico y, en particular, sobre el futuro de la disputa en materia de energía. Algunos piensan que el panel de solución de controversias bajo el amparo del T-MEC es inminente, aunque no pierden la esperanza de una resolución amigable. Pero, en la medida en que no ha ocurrido ni lo uno ni lo otro, comienza a tomar forma el escenario que Jorge Castañeda esbozara hace tiempo. Según este escenario, EU y Canadá preferirían esperar los 20 meses que le quedan al gobierno actual para negociar un arreglo con la próxima administración mexicana, en lugar de iniciar un desgastante -y probablemente más largo- proceso que culminaría con multimillonarias compensaciones, así como represalias enormemente dañinas no solo para México sino para la región en su conjunto. Es cierto que aguantar estos meses tendría un costo para todos, dada la incertidumbre, y acumularía más daños a los intereses de muchas empresas, en particular las energéticas. Pero también es verdad que podrían ser aminorados con el tipo de compromisos que sabemos que Trudeau obtuvo de López Obrador y que EU parecería estar gestionando igualmente.
En cualquier caso, una espera estratégica de Biden tiene sentido solo en la medida en que, además de que continúe el arreglo migratorio, se cumplan tres condiciones que, en circunstancias normales, habría que dar por descontadas. La primera, que por obvia no debería ni siquiera ser mencionada, es que López Obrador efectivamente deje el poder el 1 de octubre de 2024. La segunda es que su sucesor(a) esté dispuesto(a) y se comprometa ex-ante a hacer las concesiones que EU y Canadá esperan. De ser el caso, el/la sucesor(a) de López Obrador, sea corcholata o de oposición, tendría que enfrentar la espada de Damocles que significa la revocación de mandato en manos de un feroz ex-presidente en defensa de su “legado”. La tercera condición es probablemente la más frágil: que las elecciones de 2024 sean libres, justas y transparentes, y que su resultado sea aceptado por todas las fuerzas políticas y la sociedad en su conjunto. En otras palabras, que México se mantenga estable política, económica y socialmente antes, durante y después de las elecciones y el traspaso de mando.
La administración Biden ha sido muy pasiva frente a la erosión democrática y las violaciones de derechos humanos y el estado de derecho que sufre México, a cambio de que la 4T haga el trabajo sucio de EU en materia migratoria y, a partir de ahora, forme parte, de manera eficiente, de las cadenas de suministro afectadas por la pandemia y la creciente confrontación con China. Sin duda, un equilibrio muy precario dada la coyuntura que atraviesa nuestro país. ¿Qué ocurriría entonces si alguna de las tres condiciones que describí no se cumple o si la estabilidad o prosperidad del vecino inmediato se pone en riesgo? El mismo pragmatismo estadounidense que hoy genera tibieza bien podría convertirse en un poderosísimo acicate para actuar. Porque, en efecto, México no es Venezuela.
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