¿Qué otro líder de izquierda busca una integración con Estados Unidos? Así preguntó de manera retórica el propagandista en jefe de la 4T en un programa de radio hace unos días, tratando de destacar “la excepcionalidad” de López Obrador. Al hacerlo, Epigmenio Ibarra cómodamente ignoró a toda la socialdemocracia europea e, incluso, a mandatarios latinoamericanos como Boric o Lula o, en el pasado, Bachelet, Mujica, Lagos y un largo etcétera. Convenientemente, Ibarra prefirió no hacer las preguntas relevantes para el caso del presidente López Obrador: ¿qué otro líder de izquierda no apoya la diversidad sexual, el derecho de las mujeres a decidir, la despenalización de la mariguana, el acceso universal a la salud, el matrimonio igualitario?, ¿a qué otro líder de izquierda no le importa la violencia de género, el medio ambiente, los derechos humanos, la reducción de la pobreza, las libertades?
A pesar de proclamarse de izquierda, es evidente que López Obrador se parece más a Trump, Orban y Erdogan que a Boric o a Petro. Ante la proliferación de populistas, ¿resulta pertinente seguir dividiendo a gobiernos, políticos y votantes entre izquierdas y derechas? Si bien la división tiene su origen en la forma en que se sentaban la burguesía -a la izquierda- y la nobleza -a la derecha- en la asamblea nacional durante la revolución francesa, alcanzó un punto culminante durante la Guerra Fría, cuando a la ideología se agregó la alineación con alguna de las dos superpotencias. Izquierdas o derechas, comunistas o capitalistas, con el bloque soviético u Occidente.
La caída del muro de Berlín y la desaparición de la Unión Soviética significó el triunfo del capitalismo aunque no necesariamente el de la democracia liberal, como veríamos con los años. Atizadas por el crack financiero de 2008 y tras casi dos décadas de luna de miel post Guerra Fría, las diferencias entre los polos de poder volvieron y reapareció el descontento en sociedades que, aunque mucho más prósperas que antes, resintieron el crecimiento de la desigualdad y culparon a la globalización de todos sus males, reales o imaginarios. Un caldo de cultivo ideal para el resurgimiento de las ideologías y de demagogos dispuestos a manipularlas, ya sea como medalla de honor o como insulto, según la historia y las bases de construcción de cada sociedad.
La invasión de Ucrania aceleró las contradicciones y desnudó la crisis de las ideologías. Todos hemos visto como, aún en democracias liberales, políticos oportunistas, tanto de izquierda y como de derecha, de partidos tradicionales y antisistema, justifican las acciones de Putin o diseminan su propaganda, en una muestra de nostalgia por la Unión Soviética o simpatía por el “hombre fuerte”. Ya ni hablar de la neutralidad pro-rusa de la mayor parte de América Latina.
La situación en México es tanto o más confusa, en particular desde el encumbramiento de un caudillo como López Obrador, intérprete único del “pueblo bueno” que, al mismo tiempo, pacta con los militares y presume una vocación de izquierda. Un presidente que se presenta como transformador pero que en realidad es un nostálgico restaurador a toda regla, casi reaccionario, y que, en el colmo de la ironía, es capaz de acusar a sus “adversarios” de conservadores. En otras palabras, un político que, con mucho espectáculo y muy pocos resultados, adscribe sin rubor ideologías que poco o nada tienen que ver con la realidad.
Frente a tal relativismo y tanta trivialización, las etiquetas ideológicas han perdido significado. La división, anacrónica, cómoda y con frecuencia artificial, entre izquierdas y derechas contribuye a la polarización de nuestras sociedades, da aliento al iliberalismo y otorga cobijo a la deriva antidemocrática en muchos países, incluyendo a México. La oposición en nuestro país debe zafarse del debate ideológico y reclamar para sí la defensa de la democracia y el estado de derecho, la promoción de la nueva agenda social y la construcción de un estado de bienestar. Porque, como está ocurriendo en otras latitudes, lo que los mexicanos tendremos frente a nosotros en 2024 no es una elección entre etiquetas de la Guerra Fría sino una disyuntiva entre democracia y autoritarismo.
Diplomático de carrera por 30 años, fue embajador en ONU-Ginebra, OEA y Países Bajos
@amb_lomonaco