En mayor o menor medida, todos los presidentes desde Salinas de Gortari han acariciado la idea de influir en política estadounidense a través de la conformación de un lobby mexicano similar al judío o cubano. Uno a uno ensayaron estrategias diferentes. Salinas estableció un programa muy paternalista que alentaba la conformación de clubes de oriundos alrededor de actividades deportivas y la enseñanza de idiomas para generar dependencia. Fox, que gozaba de una conexión natural con los paisanos en EU, nombró un zar en su oficina para después devolver el portafolio a la Cancillería e, irónicamente, institucionalizar un esquema corporativista muy priista (ahora muy morenista) con la creación del Instituto de los Mexicanos en el Exterior (IME). El presidente López Obrador, en abierta contradicción a su defensa del principio de no intervención, recurre a la plaza pública y a la mañanera para arengar a los migrantes a tomar posiciones sobre política doméstica estadounidense.
Por muchas razones ninguno ha logrado que la diáspora mexicana hable (vote) con una sola voz e influya en política estadounidense en favor de México. En primer lugar, la mayoría de quienes se han asentado en EU lo han hecho por falta de oportunidades en México, resentidos con subsecuentes gobiernos que les fallaron. Naturalmente, están mucho más pendientes de proteger sus intereses en ese país que en defender el abstracto “interés nacional mexicano”, que saben bien que, en última instancia, se reduce al del gobierno en turno y no al de la nación. La diáspora mexicana es, además, muy diversa y, por tanto, tiene expectativas, aspiraciones y causas distintas; no tiene un enemigo común como los cubanos o una identidad cultural/religiosa unificadora como los judíos. Por ello, unos votan republicano y otros demócrata, unos son socialmente conservadores y otros liberales, unos favorecen la migración y otros preferirían ser los últimos en cerrar la puerta. Dado que muchos son indocumentados, están más pendientes de sus necesidades inmediatas, de evitar la deportación o regularizarse, que de votar en elecciones mexicanas que le resultan muy lejanas a pesar de los esfuerzos de los partidos políticos.
Si bien todos los presidentes han entendido la importancia de atender a los migrantes, ya fuera por una sincera empatía o por conveniencia o rédito político, unos han hecho más que otros. Pero ningún gobierno ha dependido tanto de las comunidades en el extranjero como el actual. Las remesas siempre han sido una fuente muy importante de divisas para países expulsores de migrantes, incluso la primera para economías débiles y poco diversificadas como Bangladesh y Filipinas o El Salvador y Honduras. En el caso de México se trataba históricamente de la tercera fuente, tras exportaciones y turismo. Pero ello cambió a raíz de la pandemia y de la respuesta -o falta de- del gobierno. Como se sabe, las remesas a nuestro país podrían llegar a 60 mil millones de dólares al terminar el año, lo que significaría un incremento de 50% con respecto a 2020. Este extraordinario crecimiento es resultado de los generosos apoyos que otorgó la administración Biden tras la pandemia y la rápida recuperación de la economía estadounidense, que contrasta con las penurias que enfrentan las familias en México, que sufren la mayor caída de la economía en por lo menos una generación. También es reflejo del crecimiento de los flujos migratorios de mexicanos (que se calculan en el triple) que huyen de la inseguridad y el crecimiento de la pobreza, pese a que el actual es el primer gobierno en contener no solo a migrantes centroamericanos sino también a sus propios nacionales. La importancia del aumento en las remesas es tal que se puede afirmar, sin exagerar, que sin éste las finanzas nacionales habrían colapsado durante la pandemia, exacerbando la pobreza y rompiendo la paz social que, pese a todo, se ha mantenido. En otras palabras, el gobierno actual depende, como ningún otro, de las remesas. Quizás por ello el presidente López Obrador las presume como si fueran un logro de su gobierno, a pesar de ser síntoma de su fracaso.
Así las cosas, no deja de sorprender que el presidente López Obrador no haya sido capaz de reunirse con migrantes ya sea en México (como hacía incluso Peña Nieto ) o, más pertinente aún, en alguno de sus cuatro viajes a EU. Durante sus visitas a ese país, el presidente se ha limitado a saludar desde un balcón o una ventana a pequeños contingentes de simpatizantes organizados (¿acarreados?) por Morena o a participar en un mitin ‘’espontáneo” en el monumento a Martin Luther King, sin sentarse a dialogar con ellos o con organizaciones latinas o hispanas de las que desconfía.
El presidente López Obrador ha tratado de disimular su falta de empatía con los migrantes reciclando la “enchilada completa” de Fox y Castañeda como si fuera una propuesta novedosa, pero sin el menor cabildeo ante posibles aliados y el Congreso. Si bien la idea tenía y tiene un enorme mérito, el mandatario mexicano sabía muy bien que sería ignorada incluso antes de viajar a Washington la semana pasada y de que Biden le respondiera que había que “seguir trabajando y tener paciencia”. Pese a que la puesta en escena por parte del gobierno ha continuado, parece evidente que no solo no habrá un alivio a la crisis migratoria, sino que los migrantes continuarán teniendo que escuchar sin ser escuchados.
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