En la última campaña el presidente insistió en que estaba convencido de que la mejor política exterior era una buena política interior. Esa aseveración partía de asumir que el exterior era una amenaza, que México se podía aislar del mundo y mantener a otros a raya, que nuestro país ya no sería una fuerza positiva en el concierto de las naciones, que ya no contribuiríamos a resolver los problemas globales y que nuestro país no requería de inversión extranjera, cooperación internacional y aliados para continuar con su desarrollo. En otras palabras, que México podía más y mejor solo. Todas ellas, premisas equivocadas.

El sexenio arrancó, en efecto, con desinterés hacia el mundo y ausencias del presidente, que se sumaron a una retirada generalizada de México de varios de los grandes temas de la agenda internacional. Sin embargo, al poco tiempo comenzaron los reclamos a España y, en la medida que se complicaron las cosas, se impuso un extraño activismo internacional que ha incluido oleadas de pronunciamientos y anuncios, acciones inconexas e iniciativas contradictorias, cuyo único hilo conductor ha sido atizar instintos nacionalistas y servir como un distractor más de los problemas del gobierno.

Todo buen distractor debe tener una dosis de drama y escándalo. Como resultado, en lugar de herramienta para la promoción de los intereses del país, la política exterior se ha vuelto una puesta en escena, llena de pleitos, farsas y personajes tragicómicos. Así, se exigen disculpas a España por la conquista a un Mexico que no existía para después decretar una pausa-no-pausa de las relaciones, se designa a personajes impresentables como embajadores, se invoca el principio de no intervención a contentillo, se reclama a EUA el financiamiento a la sociedad civil para atender causas nobles, se da trato de estadista a represores, se anuncia un distanciamiento con Austria por no devolver el penacho que se supone era de Moctezuma , se critica acremente a la ONU para luego hacer propuestas inviables o absurdas, se asume una “neutralidad” pro-rusa frente a la invasión a Ucrania, se insulta a Parlamento Europeo por condenar la realidad de la grave situación que viven los periodistas en nuestro país. Por si fuera poco, se modifican continuamente las reglas del juego para la inversión y se vive una erosión progresiva del estado de derecho que ahuyenta y genera conflictos con nuestros socios. En retrospectiva, todo indica que la pasividad original, a pesar de los malos augurios, hubiera resultado menos dañina. Toda una ironía.

La estrategia de utilizar a la política exterior como distractor no es nueva ni invento de la 4T . Ha sido parte de muchos manuales para conservar el poder. Tiene como antecedente la identificación de un enemigo común externo como factor de cohesión interna, que se remonta a los arreglos de las sociedades más primitivas, pasando por Roma, los señores feudales y los primeros Estados nación. Ejemplos más recientes incluyen el macartismo de la postguerra en EU, el antiamericanismo de la Cuba de Fidel y la Venezuela de Chávez y Maduro o el antisemitismo de la Alemania nazi o el Irán de los ayatollah.

Como ha mostrado la historia, envenenar a los pueblos con la otredad, aunque efectiva en el corto plazo para conservar el poder, ha sido una estrategia con saldos muy negativos que perduran, en muchos casos, durante generaciones. Pero si en otras épocas tuvo costos altísimos, en un mundo globalizado los daños son muchísimo mayores. La primera víctima es el arma más importante que tiene un país en la escena internacional: la reputación. Cuando ésta se daña el mundo toma menos en serio al país en cuestión. Se cierran puertas a la inversión, la cooperación internacional y el turismo, y se pierde capacidad de influencia, indispensable para hacer avanzar el interés nacional. En pocas palabras, el nacionalismo ramplón genera cohesión pero no progreso.

Hace décadas México tomó la decisión de abrirse al mundo para fincar su desarrollo en el aprovechamiento de las dinámicas de los intercambios, la cooperación y la complementariedad con otras naciones. Lo hizo por convicción, pero también porque no tenía alternativa. Un país del tamaño del nuestro, ubicado en un cruce entre hemisferios y continentes, vecino de una superpotencia, con grandes recursos, industria incipiente y una población joven, simplemente no podía continuar con un desarrollo autárquico que ya no alcanzaba para satisfacer las expectativas, mucho menos el tremendo potencial del país. México tendrá ahora que trabajar a marchas forzadas para recuperar el prestigio y el respeto de la comunidad internacional, reconstruir la confianza y subirse a la locomotora del progreso varios vagones atrás de aquel del cual se apeó en 2018.


Diplomático de carrera por 30 años, exembajador en ONU-Ginebra, OEA y Países Bajos
@amb_lomonaco

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