De tiempo en tiempo, el presidente López Obrador hace propuestas para resolver grandes problemas mundiales. Son tan básicas e inviables que es difícil determinar si se trata de distractores o si hay alguien con la genuina convicción de que serán tomadas en serio fuera de México. La última fue una tregua de cinco años entre China, Rusia y EU, que sería moderada por el Papa, el Secretario General de la ONU y el primer ministro de la India, rival histórico de ¡China!. No obstante la ingenuidad de los planteamientos, además de los aduladores de siempre hay algunos que, de manera excesivamente generosa, quisieran encontrar en ellos ecos de experiencias serias de resolución de conflictos.
En efecto, México fue un efectivo mediador en Centroamérica durante los 80’s tanto como fundador del Grupo Contadora, como posteriormente en las guerras civiles en El Salvador y Guatemala. Lo fue también como intermediario entre Fidel Castro y Clinton en los 90’s, hasta que grupos a ambos lados del estrecho de la Florida, que no querían un arreglo, reventaron las conversaciones. Algunos años después, en 2014, México fue invitado por primera vez a contribuir a la solución de un conflicto extra regional y participar en la Conferencia de Ginebra sobre Paz en Siria y, más tarde, ser el primer país latinoamericano en incorporarse al Grupo de Alto Nivel sobre Siria de la Oficina de Asuntos Humanitarios de Naciones Unidas. Poco antes del arranque de este gobierno, México también participó en las subsecuentes negociaciones entre el gobierno y la oposición venezolana, todas boicoteadas por Maduro.
Contrario a los que algunos argumentan, la participación de México en esos ejercicios no fue resultado de una supuesta neutralidad, del sacrosanto principio de no intervención o la añorada pero meramente retórica no alineación de nuestro país durante la Guerra Fría. Fue consecuencia de ser confiable para las partes, contar con una diplomacia robusta y ser un actor influyente y relevante, con prestigio y peso específico, a pesar de los problemas internos que sufría nuestro país porque la política exterior se cocía aparte. Desafortunadamente, ya no es el caso. La erosión paulatina de la huella diplomática de México -agravada recientemente- y, sobre todo, la pérdida acelerada de influencia, prestigio y confianza en estos años, han obligado al gobierno actual a conformarse con ser anfitrión de las mediaciones de otros y lanzar ocurrencias para conservar un poco de relevancia.
Países similares al nuestro invierten y mucho en política exterior, en su huella diplomática, porque entienden que no están aislados y que el mundo es lo mismo fuente de riesgos que de oportunidades. No ha sido el caso de México. Turquía, por ejemplo, cuenta con 248 representaciones en el exterior (contra 158 mexicanas) y un presupuesto de más del doble de la SRE. Brasil duplicó el tamaño de su Cancillería tan solo primera década del siglo. Incluso Cuba, cuya economía es tan solo el 8.5% de la nuestra, cuenta con más embajadas que México (124 vs 80). Lejos de corregirse, la tendencia se ha acelerado exponencialmente bajo este gobierno. Los embajadores y cónsules cuentan cada vez con menos programas culturales, educativos y de cooperación a su disposición, ya ni hablar digamos del empuje que una visita presidencial daría a la relación con el país o la región en la que trabajan. Se cerraron las oficinas de promoción comercial y turística, desaparecieron la mayor parte de las representaciones de otras dependencias que realizaban labores altamente especializadas y se destruyó la capacidad de cabildeo profesional, indispensable para promover la agenda nacional en EU. Los presupuestos se han reducido de tal manera que muchas embajadas y consulados están en riesgo de convertirse en meramente testimoniales. Más grave aún, los diplomáticos de carrera, cuyos sueldos están congelados desde 1997, son hoy menos que los que había hace dos décadas, situación agravada por el considerable número de renuncias acumuladas en los últimos dos años. Para los talentosos diplomáticos mexicanos resulta cada día más difícil desarrollar una política exterior robusta y efectiva.
A ello hay que agregar que, desde noviembre de 2019, México no ha recibido una sola visita oficial de un jefe de Estado o gobierno que no sea latinoamericano. En estos años, nuestro país ha abandonado la defensa de la democracia, los derechos humanos y el estado de derecho en favor de regímenes autoritarios y dictaduras latinoamericanas. Intentó boicotear la Cumbre de las Américas y se ha quedado aislado en la OEA. El gobierno ignora sus compromisos en materia de cambio climático, rechaza el escrutinio internacional en cuanto resulta mínimamente crítico y genera pleitos innecesarios con Naciones Unidas. Ha sostenido una posición en el mejor de los casos ambigua con respecto a la invasión a Ucrania. Y, como ha quedado claro, tiene una predisposición a cambiar las reglas del juego para la inversión, sorprender a sus socios e ignorar obligaciones internacionales. Así, México comienza a ser percibido como un actor volátil y poco fiable, que es capaz de privilegiar el rédito político de corto plazo a costa de intereses y relaciones de largo alcance. Y es que, en efecto, la mejor política exterior de México es hoy una mala política interior.
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