Parafraseando a Monterroso
El reciente ataque contra la democracia brasileña fue copia al carbón del asalto al Capitolio en EU. En ambas crisis, las instituciones resistieron. No así el caso de Venezuela, como ilustra el improbable ascenso y la inevitable caída de Juan Guaidó, cuyo origen se remonta a las elecciones parlamentarias de 2015.
Frente a una oposición bien organizada, con un Maduro debilitado por la larga sombra de Chávez y con pocos recursos para la compra de votos, el oficialismo perdió entonces el control de la Asamblea Nacional. Mediante intimidación y extorsión, Maduro trató de deshacerse de los opositores necesarios para recuperar la mayoría. Cuando los esfuerzos resultaron insuficientes, disolvió el órgano legislativo. Acto seguido, convocó a elecciones para la conformación de una nueva asamblea bajo su control con la coartada de redactar otra constitución, encargo que nunca concluyó.
Al acercarse el término del mandato para el que Maduro había sido elegido en 2013, la asamblea emanada del golpe de 2015 convocó a elecciones presidenciales. En un proceso plagado de irregularidades, protestas, denuncias e inhabilitaciones, Maduro se impuso fácilmente a candidatos de comparsa. Las elecciones, celebradas en mayo de 2018, fueron cuestionadas de inmediato tanto en Venezuela como por la Unión Europea, la CIDH, el Alto Comisionado de Naciones Unidas para Derechos Humanos y docenas de gobiernos. Bajo el liderazgo de México y un pequeño grupo de países la OEA concluyó, en la Asamblea General de junio de 2018, que el proceso electoral había carecido de legitimidad por no cumplir con estándares internacionales y ser resultado de la alteración del orden constitucional en ese país.
Para sorpresa de muchos, incluyendo el propio Maduro, la Asamblea Nacional elegida democráticamente siguió sesionando en paralelo, logrando reconocimiento internacional como el brazo legislativo legítimo de Venezuela. El 10 de enero de 2019, apenas concluido el mandato de Maduro, declaró la vacancia de la presidencia de Venezuela con base en la Constitución chavista de 1999. De acuerdo con el artículo 233 del ordenamiento, procedió a encargar de manera temporal la presidencia del país al recientemente elegido presidente del órgano, el hasta entonces desconocido diputado Juan Guaidó. Al considerar que las acciones de la Asamblea Nacional se habían apegado al orden constitucional venezolano, tanto la OEA (ya sin México), como la UE y más de 50 países procedieron a reconocer a Guaidó como nuevo mandatario de Venezuela. EU, Canadá y varias naciones europeas comenzaron a recibir embajadores de Guaidó y, mediante procesos avalados por las distintas cortes, a asignar el control de activos del Estado venezolano en esos países al gobierno provisional.
Pese a tratarse de pasos significativos hacia la restauración de la democracia en Venezuela y no obstante la solidez constitucional de la secuencia de acontecimientos, Guaidó comenzó muy pronto a enfrentar problemas. El primero y más obvio fue que, no obstante contar con un amplio reconocimiento internacional, nunca tuvo control del país ni de sus instituciones, incluyendo las fuerzas armadas. A ello se agregó la debilidad intrínseca del personaje: Guaidó logró el apoyo de una oposición muy dividida y repleta de egos precisamente por ser el único capaz de evitar el veto de las múltiples facciones. Por si fuera poco, Trump, a quien no le interesaba ni Venezuela ni América Latina (con excepción de la frontera con México), delegó su política hacia Venezuela al senador Marco Rubio, que apostó todo a Guaidó, en un todo o nada, alimentando teorías de conspiración promovidas por la maquinaria propagandística bolivariana.
El principio del final de la presidencia provisional fue el desastroso alzamiento del 30 de abril de 2019, digno de una película de Netflix. Guaidó había negociado en secreto con altos mandos de la fuerza aérea su apoyo a cambio de inmunidad, antes de ser descubiertos por los servicios secretos cubanos. Los jefes militares salieron, uno tras otro, a jurar lealtad a Maduro. Si bien Guaidó logró la liberación de Leopoldo López, su padrino político, se vio obligado a pronunciar su llamado a la población a las puertas de la base aérea y no desde el centro de mando, como se había planeado. Por si fuera poco, lo hizo acompañado de López, con lo que confirmó su debilidad y supeditación. Apenas pudo escapar a Colombia.
Ante la imposibilidad de que Guaidó convocara elecciones, Maduro se limitó a aguantar y jugar con el reloj: la elección del presidente de la Asamblea Nacional es anual y librarse del opositor era solo cuestión de tiempo. El mundo fue abandonado lentamente a Guaidó pero éste languideció en el cargo por tres años más hasta que la elección de Petro en Colombia colocó el último clavo. Pese a que su periodo constitucional concluyó en enero de 2021, la Asamblea Nacional ha continuado sesionando y, el pasado 30 de diciembre, decidió el cese de funciones y dejar sin efecto la “presidencia interina” de Guaidó. Unos días después nombró a un triunvirato de legisladoras para encabezar el órgano legislativo. El regreso de la democracia a Venezuela tendrá que seguir esperando.
Frente a una oposición bien organizada, con un Maduro debilitado por la larga sombra de Chávez y con pocos recursos para la compra de votos, el oficialismo perdió entonces el control de la Asamblea Nacional. Mediante intimidación y extorsión, Maduro trató de deshacerse de los opositores necesarios para recuperar la mayoría. Cuando los esfuerzos resultaron insuficientes, disolvió el órgano legislativo. Acto seguido, convocó a elecciones para la conformación de una nueva asamblea bajo su control con la coartada de redactar otra constitución, encargo que nunca concluyó.
Al acercarse el término del mandato para el que Maduro había sido elegido en 2013, la asamblea emanada del golpe de 2015 convocó a elecciones presidenciales. En un proceso plagado de irregularidades, protestas, denuncias e inhabilitaciones, Maduro se impuso fácilmente a candidatos de comparsa. Las elecciones, celebradas en mayo de 2018, fueron cuestionadas de inmediato tanto en Venezuela como por la Unión Europea, la CIDH, el Alto Comisionado de Naciones Unidas para Derechos Humanos y docenas de gobiernos. Bajo el liderazgo de México y un pequeño grupo de países la OEA concluyó, en la Asamblea General de junio de 2018, que el proceso electoral había carecido de legitimidad por no cumplir con estándares internacionales y ser resultado de la alteración del orden constitucional en ese país.
Para sorpresa de muchos, incluyendo el propio Maduro, la Asamblea Nacional elegida democráticamente siguió sesionando en paralelo, logrando reconocimiento internacional como el brazo legislativo legítimo de Venezuela. El 10 de enero de 2019, apenas concluido el mandato de Maduro, declaró la vacancia de la presidencia de Venezuela con base en la Constitución chavista de 1999. De acuerdo con el artículo 233 del ordenamiento, procedió a encargar de manera temporal la presidencia del país al recientemente elegido presidente del órgano, el hasta entonces desconocido diputado Juan Guaidó. Al considerar que las acciones de la Asamblea Nacional se habían apegado al orden constitucional venezolano, tanto la OEA (ya sin México), como la UE y más de 50 países procedieron a reconocer a Guaidó como nuevo mandatario de Venezuela. EU, Canadá y varias naciones europeas comenzaron a recibir embajadores de Guaidó y, mediante procesos avalados por las distintas cortes, a asignar el control de activos del Estado venezolano en esos países al gobierno provisional.
Pese a tratarse de pasos significativos hacia la restauración de la democracia en Venezuela y no obstante la solidez constitucional de la secuencia de acontecimientos, Guaidó comenzó muy pronto a enfrentar problemas. El primero y más obvio fue que, no obstante contar con un amplio reconocimiento internacional, nunca tuvo control del país ni de sus instituciones, incluyendo las fuerzas armadas. A ello se agregó la debilidad intrínseca del personaje: Guaidó logró el apoyo de una oposición muy dividida y repleta de egos precisamente por ser el único capaz de evitar el veto de las múltiples facciones. Por si fuera poco, Trump, a quien no le interesaba ni Venezuela ni América Latina (con excepción de la frontera con México), delegó su política hacia Venezuela al senador Marco Rubio, que apostó todo a Guaidó, en un todo o nada, alimentando teorías de conspiración promovidas por la maquinaria propagandística bolivariana.
El principio del final de la presidencia provisional fue el desastroso alzamiento del 30 de abril de 2019, digno de una película de Netflix. Guaidó había negociado en secreto con altos mandos de la fuerza aérea su apoyo a cambio de inmunidad, antes de ser descubiertos por los servicios secretos cubanos. Los jefes militares salieron, uno tras otro, a jurar lealtad a Maduro. Si bien Guaidó logró la liberación de Leopoldo López, su padrino político, se vio obligado a pronunciar su llamado a la población a las puertas de la base aérea y no desde el centro de mando, como se había planeado. Por si fuera poco, lo hizo acompañado de López, con lo que confirmó su debilidad y supeditación. Apenas pudo escapar a Colombia.
Ante la imposibilidad de que Guaidó convocara elecciones, Maduro se limitó a aguantar y jugar con el reloj: la elección del presidente de la Asamblea Nacional es anual y librarse del opositor era solo cuestión de tiempo. El mundo fue abandonado lentamente a Guaidó pero éste languideció en el cargo por tres años más hasta que la elección de Petro en Colombia colocó el último clavo. Pese a que su periodo constitucional concluyó en enero de 2021, la Asamblea Nacional ha continuado sesionando y, el pasado 30 de diciembre, decidió el cese de funciones y dejar sin efecto la “presidencia interina” de Guaidó. Unos días después nombró a un triunvirato de legisladoras para encabezar el órgano legislativo. El regreso de la democracia a Venezuela tendrá que seguir esperando.
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Diplomático de carrera por 30 años, fue embajador en ONU-Ginebra, OEA y Países Bajos
@amb_lomonaco
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