El pasado viernes, cumplí 30 años de haber egresado de la Facultad de Derecho de la UNAM. Tres décadas en las que he tenido la oportunidad de ejercer y llevar a la práctica los conocimientos, valores y principios con los que fuimos educados y formados en un momento en donde el país empezaba a transitar hacia un sistema político más democrático y plural, y en el contexto internacional, se derrumbaba el muro de Berlín, con todo y los sistemas totalitarios.
La UNAM es un pilar de nuestra vida que nos permitió crecer académica, profesional y, más importante, personalmente. Me considero profundamente afortunado de formar parte de esta institución, que no sólo es una de las más reconocidas a nivel mundial, sino que también ha sido un catalizador social de cambio. Una de las instituciones académicas de instrucción superior más relevantes, porque educa, genera conocimientos, difunde la cultura e impulsa la movilidad social. Al ser una universidad pública, laica y gratuita, posibilita encuentros enriquecedores entre diversos grupos sociales y regionales, con ideologías, posiciones y posturas distintas. La UNAM en este sentido, nos preparó para entender el significado de la libertad, la diversidad, la igualdad, la dignidad de las personas, la tolerancia y la inclusión, como forma de vida cotidiana.
Por ello, la UNAM es un gran ejemplo de que, en la pluralidad, se vale disentir y discrepar, con argumentos y propuestas, sin embargo no es motivo para dividir; todo lo contrario, en la divergencia de las ideas se puede convivir en unidad, porque nuestros principios de integración están incólumes.
Pertenezco a la generación académica 1986-1990. Es decir, a una generación que fue testigo de un contexto nacional muy complejo, que aportó elementos significativos para la transición de la democracia en México. Aún recuerdo que, a las pocas semanas de haber ingresado, nos llevaron a una huelga estudiantil que rechazaba las propuestas del rector Jorge Carpizo, que buscaban mejorar académicamente todo el sistema de enseñanza-aprendizaje que teníamos en aquel momento.
Los compañeros, las clases, las lecturas, las vivencias personales y sobre todo los profesores, fueron las guías principales que nos indujeron a incursionar en lo que hacemos actualmente. En lo personal, no tengo manera de agradecer a los maestros Vicencio Tovar, Vázquez Alfaro, González Uribe, Burgoa Orihuela, Dávalos Morales, Gutiérrez y González, Galindo Garfias, Venegas Trejo, Carpizo MacGregor, Elías Musi, Fix Zamudio, entre otros, sus enseñanzas y paciencia. En su actuar cotidiano, nos proporcionaron una educación integral, que abarcaba teorías y valores para el ejercicio de la profesión.
Más allá de los conocimientos académicos que obtuve, lo que realmente aprendí como estudiante de esta casa académica fue la importancia que juegan la pasión y la calidez humana en la educación. Fueron conocimientos que siempre se quedaron conmigo y que, ya en mi calidad de docente, he intentado aplicar con mis propios alumnos. Mi mayor sorpresa como profesor fue percatarme de que la educación es una vía de doble sentido; he llegado a creer que, a lo largo de los años, mis estudiantes me han enseñado más a mí, de lo que yo a ellos. Entre otras cosas, me han hecho crecer como persona, volviéndome más empático, obligándome a romper prejuicios y, por ende, a ampliar mis horizontes.
Gracias querida UNAM, querida facultad de Derecho. Nunca tendremos cómo saldar todo lo que nos han dado.