En fechas recientes hemos visto diversas muestras de odio y violencia en contra de personas inocentes, de seres humanos que la única culpa que han tenido es ser diferentes a otras en su forma de pensar, hablar, creer o simplemente por tener un color de piel más obscuro, o bien preferencias políticas, religiosas y sexuales no coincidentes con sus atacantes.

En semanas previas, al norte de Nueva York, casi en la frontera entre Buffalo y Canadá, fue atacado arteramente el escritor indio Salman Rushdie, poco antes de empezar una plática en la que hablaría acerca de la libertad de expresión en EUA, como espacio de refugio para escritores exiliados. Lamentablemente, un joven de 24 años no lo permitió, al golpearlo y acuchillarlo en repetidas ocasiones.

Casi toda la prensa lo ha relacionado con una amenaza pública (fatwa) que fue hecha a finales de los años ochenta por parte de clérigos musulmanes, al considerar que su libro Los versos satánicos era un ataque en contra de su religión, una profanación de sus creencias, una herejía imperdonable.

El escritor Rushdie ha vivido en el exilio permanente desde que le fue decretado un edicto religioso, por considerar su trabajo como blasfemia. En un sistema con garantías constitucionales, le hubieran ofrecido mínimamente el derecho de audiencia para ser escuchado y poder defenderse de una sentencia de muerte.

De no ser culpable de haber hecho nada ilegal, hasta demostrarse lo contrario, en consecuencia, de presumirse su inocencia, de tener un debido proceso de acuerdo con la ley y un juicio justo e imparcial.

Nada de esto le fue reconocido, por ello ha tenido que escapar de ciudad en ciudad, de continente en continente, para recibir protección de países que reconocen y garantizan la libertad de expresión y el derecho a la diferencia.

Salman Rushdie sobrevivió al ataque, se encuentra en recuperación y seguramente pronto regresará a continuar con su vida, muy probablemente con más cuidados y seguridad en los auditorios a los que acuda a hablar sobre sus libros, experiencias y motivos por los que decidió ejercer las diversas libertades públicas que le ofrecen con mayor certeza, los países que lo han recibido con notable aceptación, al considerarlo un defensor de una de las más importantes libertades que tenemos las personas, la libertad de decir y de actuar con base en el ejercicio de la conciencia personal, convicciones y en su caso, con actos propios de fe.

Su atacante, como debe suceder en un sistema democrático, deberá recibir todas las garantías de ley para ser enjuiciado con base en los principios y derechos de un proceso justo, en donde las partes y sus abogados deberán demostrar por un lado la intencionalidad de atentar contra la vida de una persona mayor y, por el otro, supongo su inocencia, o en caso de declararse culpable, la no intención de atentar contra su vida.

Lo relevante es que haya justicia y no impunidad, para que se establezca un precedente en donde se hace valer el derecho a la seguridad de toda persona en su integridad y posesiones, pero también de la democracia y de uno de sus más importantes principios con los que se ha integrado un mundo con más civilidad y armonía.

Los ataques de odio se pueden expresar de distintas maneras, sea verbal o físicamente. En ambos casos se hacen con violencia extrema, en donde la ignorancia, resentimiento, prejuicio y la manipulación son componentes que ayudan a detonar actos deleznables y condenables que debemos evitar, con más tolerancia y educación para aceptar a la diferencia sin prejuicios ni fanatismos, como parte de nuestro entorno social que nos permite vivir con pluralidad, diversidad y en civilidad.

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Cónsul General de México en Nueva York.
@Jorge_IslasLo