Mi solidaridad a Carlos Ruiz Sacristán por la pérdida de su hermano Jaime.
El mundo está viviendo una doble crisis sin precedentes. En un flanco está la pandemia de Covid-19 que, para combatirla por su alto grado de contagio, ha obligado a un paro de las actividades productivas y al distanciamiento social. Esto a su vez ha causado una recesión sin parangón, pues el desplome de las tasas de crecimiento económico ha sido generalizado en todas las economías de los cinco continentes.
En México necesitamos tener claras dos cosas: una, los enemigos a vencer son la pandemia y la brutal contracción de la economía; y dos, para vencerlos necesitamos estar unidos, con un plan y con la voluntad de ejecutarlo. Además, la simultaneidad en la caída de la producción y de la demanda no la provocamos los mexicanos; la economía nacional estaba debilitada al cierre de 2019, y el espacio y márgenes de maniobra de los que dispone el gobierno son sustancialmente mucho más limitados de los que se cree.
La magnitud de las caídas in tandem del consumo y la inversión privados, aunado a la fuerte disminución de las exportaciones de bienes, servicios turísticos y remesas, obligaría a un fuerte estímulo fiscal vía aumentos en el gasto de gobierno, la inversión pública y la reducción de impuestos. Y por el lado de la parte financiera, obliga a bajar la tasa de referencia del Banco de México, ampliar las facilidades de liquidez a los intermediarios financieros, incrementar la oferta crediticia y de otorgamiento de garantías de la banca de desarrollo.
Se han tomado medidas por el lado financiero y de política monetaria, pero que van a ser insuficientes. Lo que ahora es prioridad es evitar a toda costa el rompimiento de las cadenas de pago en la economía para no correr el riesgo de causar una crisis del sistema financiero ocasionado por cierre de empresas que carecieron de liquidez. Por lo pronto, la principal fortaleza de la economía mexicana está en la solidez de su sistema financiero.
La debilidad se ubica en la hacienda pública. Su fortaleza que era el petróleo desapareció. Además, la baja recaudación de impuestos y la alta relación de deuda pública a producto interno bruto (PIB), con un alto costo financiero, impiden una política fiscal expansiva. La recesión al tirar las ventas, desploma también la recaudación del Impuesto al Valor Agregado, asimismo ocurre con los Impuestos Especiales sobre Productos y Servicios. Al disminuir los ingresos y no bajar sus costos de operación, las empresas pagan automáticamente menos Impuesto sobre la Renta. Esto genera un déficit en las finanzas públicas. El bajo cociente de recaudación de impuestos a PIB comparado con otros países similares en desarrollo, reduce la capacidad de endeudamiento. Si a esto le agregamos que no hay perspectivas halgüeñas de crecimiento económico, se afecta negativamene la capacidad de pago gubernamental. Más si las dos empresas productivas de Estado han dejado de generar los superávit primarios y remanentes de operación. Si tan sólo Pemex no se hubiera endeudado como lo hizo desde 2006 hasta 2015, y que la inversión se hubiera traducido en mayor producción de hidrocarburos y de combustibles, aun con la caída del precio del petróleo, otro gallo nos cantaría. El Estado mexicano tendría la capacidad de un bazucazo fiscal de cuando menos 7 puntos del PIB. Por eso importa cuando el Congreso de la Unión autoriza el endeudamiento público. Por eso importa construir una profunda reforma de la hacienda pública para vivir en un Estado incluyente y mutualista que puede socializar pérdidas, protegiendo a quienes menos tienen y menos pueden. Unidos la podemos construir y comprometerla desde ahora para ampliar el espacio fiscal que tanta falta nos hace. Polarizados nos va a costar muy caro.
Economista. @jchavezpresa