Pues no hubo crisis constitucional. La ponencia de González Alcántara, a pesar de su inútil búsqueda de un iluso acuerdo con el gobierno, no logró el apoyo de los ocho ministros necesarios. Apoyo que representaba la única justificación de su existencia. En la votación de procedimiento, donde se jugó el fondo, a saber, si se requerían seis u ocho votos para resolver la inconstitucionalidad, el bloque opositor perdió dos votos más, adicionales al que perdió en la votación de procedencia. Se puede discutir si la responsabilidad de la derrota opositora recae solo en Pérez Dayán, o también en Aguilar y Pardo Rebolledo. Pero, en cualquier caso, al final de cuentas, la Corte no pudo/no quiso/no se atrevió a desechar por inconstitucional una reforma al Poder Judicial que elimina la independencia del mismo. Lo siento por todos aquellos que esperaban un guiño de la presidenta en dirección de los ministros, señalando su acuerdo con el acuerdo. Y lo siento también por aquellos que no han entendido que este gobierno, al igual que el anterior, no juega a perder. Va con todo, por todo.

Ahora no solo tenemos reforma judicial, sino también “supremacía” que, como tantos lo han dicho, permite hasta el infinito. Ya no existe, aun sin las modificaciones iniciales al Artículo 1 de la Constitución, límite al alcance reformador del Congreso. No se puede descartar, por cierto, que para disipar cualquier ambigüedad, pronto se reintroduzca una nueva versión que supedite los tratados internacionales a la Constitución. Quienes piensan que en México no somos capaces de aprobar leyes o modificaciones constitucionales que violen derechos fundamentales desconocen la historia de otras violaciones de dichos derechos, en otros países y en otros momentos.

¿Por qué no resistió la Corte? Difícil saber, ya que se trata no solo de una institución, sino también de las personas que la conforman. Ya vimos que en otras instancias —el Consejo del INE, el Tribunal Electoral, el Senado— hay pocos héroes, como es natural en un país donde no hay muchos. Es cierto que en México, desde tiempos inmemoriales, si uno no tiene cola que le pisen, de todas maneras le inventan una. Pero es más fácil doblar a alguien cuando sí la tiene, y es preferible, teniéndola, declinar ciertos cargos. El hecho es que ayer concluyó la larga lucha de López Obrador por conquistar al Poder Judicial, que empezó con la renuncia forzada de Eduardo Medina Mora. La victoria es completa.

Las consecuencias para la democracia mexicana probablemente sean más graves que para la justicia. Esta última seguirá siendo igual de defectuosa, lenta, corrupta y elitista que antes; en otras palabras, no cambiará gran cosa. Pero el último muro de contención al poder absoluto que era la Suprema Corte sí se derrumba. No sufre tanto la justicia como la democracia. Los partidarios de esta reforma, o todos aquellos que guardaron silencio ante ella, podrán conformarse o resignarse con varios razonamientos. Era inevitable, desde que la oposición no supo evitar las mayorías calificadas de Morena. No es tan grave, Estados Unidos evitará que nos volvamos Venezuela. La reforma judicial es el tributo que Claudia Sheinbaum se vio obligada a entregarle a López Obrador para llegar al poder; a partir de ahora ya será la técnica, moderada, sensata y conciliadora que siempre fue. Con la puesta en práctica de la mecánica, de los Comités de Evaluación, de los centristas del gobierno, no habrá puros juzgadores morenistas. Puras tonterías. Pero el fallo de la Corte posee una ventaja: la reforma es de ellos, enterita.

México no se acaba con una aberración; aguanta un piano. Pero sí le estamos cargando la mano. Sobre todo, estamos condenando al país a otro largo rato de mediocridad, en casi todos los frentes. Y eso es una lástima, principalmente para los más afectados: los pobres, por los que tanto reza Morena.

Excanciller de México

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