Las dinastías políticas existen en todas partes. Los Kennedy, Bush y Clinton en Estados Unidos, los Lagos en Chile, los Castro y adláteres en Cuba, los Pastrana en Colombia, los Tanaka en Japón: en fin, hay un gran número de ejemplos en estas y otras épocas, en México y otros países. En México, justamente, se dan los casos de padres e hijos que ocuparon los mismos puestos de primera línea (el que escribe y su padre, los Jesús Reyes Heroles, los Manuel Tello). Asimismo, hijos o nietos de expresidentes han desempeñado diversos cargos en la política nacional: Cuauhtémoc Cárdenas como Subsecretario de Agricultura y Gobernador de Michoacán; Lázaro Cárdenas Batel como Senador, Gobernador, Coordinador de Asesores y ahora Jefe de Oficina de la Presidencia; Álvaro Echeverría y José Ramón López Portillo como embajadores ante la FAO; Enrique de la Madrid como Secretario de Turismo; Miguel Alemán Velasco como Gobernador de Veracruz.

Por lo tanto, no tiene nada de excepcional ni de raro que Andrés Manuel López Beltrán ocupe un cargo central en el partido de gobierno, aunque ciertamente, como en los viejos partidos comunistas, la secretaría de organización constituye el centro de poder decisivo, que incluía el famoso control de cuadros. Tampoco es preocupante que familiares del propio López Obrador, y de muchos funcionarios o cuadros de Morena se encuentren en puestos clave: Morena misma, la Suprema Corte, la Jefatura de Gobierno de la Ciudad de México, el ISSSTE, y así sucesivamente. La intelectualidad mexicana, el empresariado y buena parte de la clase profesionista -médicos, abogados, arquitectos- revisten características dinásticas, como es natural en un país elitista al extremo. En el peor de los casos, todo esto solo demuestra que, a diferencia de las constantes proclamas de AMLO, sí “son iguales”.

Pero, de confirmarse el nombramiento de Jesús Ramírez como Coordinador de Asesores de la Presidencia -compartiendo la función con Cárdenas Batel- la designación del hijo de AMLO en Morena sí crea un dilema de canal de comunicación. En ambos casos, cualquier pronunciamiento, cualquier toma de posición, cualquier opinión de ellos dos, será vista y escuchada, de manera inevitable,  como RCA Víctor: la voz de su amo. De la misma manera, al fungir ambos como correas de transmisión de ida y vuelta, resultará imposible que López Obrador no esté enterado de absolutamente todo lo que suceda en el gobierno y en el partido de gobierno. Para bien y para mal: no habrá sorpresas, pero tampoco secretos. El partido, por lo demás, no será un simple apéndice del gobierno, como lo fue el PRI durante décadas. No alcanzará el poder de los partidos comunistas en los países socialistas -donde mandaban- pero tampoco será el simple ministerio de elecciones.

De modo que el cerco construido alrededor de la nueva presidenta se vuelve completo. Incluye la mitad del gabinete, ambas cámaras y sus líderes, la mayoría de los gobernadores y la jefa de gobierno de la CDMX, el partido oficial, la agenda del primer mes y del primer año del sexenio (por lo menos), y probablemente a partir de 2025, la Suprema Corte. Resulta difícil adivinar por el momento cuantos embajadores políticos permanecerán en sus adscripciones, pero es probable que un buen número de ellos repitan, aunque solo fuera por un breve período.

En otras palabras, si la nueva presidenta quisiera deshacerse de todas las personificaciones de la continuidad, se tardaría un buen tiempo, suponiendo que no enfrentara resistencias. O, si en una hipótesis de menor dificultad de realización, buscara únicamente trasladar la lealtad del “lópezobradorismo” a su persona, se verá forzada a repartir presupuesto y favores a diestra y siniestra. No sobran ni el uno ni los otros.

Por eso la idea de muchos, entre otros en estos días Carlos Bravo Regidor encierra más sentido: la pregunta no es si Sheinbaum puede “romper”, sino más bien si quiere romper. No es evidente su desacuerdo con las principales tesis programáticas de López Obrador, y repetir incansablemente la tontería de Cosío Villegas sobre “el estilo personal de gobernar” no se sustituye a un razonamiento sustantivo. Los estilos importan en el país imaginario de las formas; en el México real, y en el mundo de hoy, carecen por completo de significado.

Más aún, es perfectamente factible, como lo ha insinuado López Obrador, que su sucesora lo necesite, en lugar de repudiarlo. Lo cual no necesariamente dañaría al país: doce años de lo mismo, aunque se trate de una continuidad desastrosa, puede servirle a México. No sólo para deshacernos eternamente de las quimeras y fantasías de la 4T, sino también para educar al electorado. No basta echarle ganas para gobernar bien, y regalar dinero no equivale a reducir la pobreza. Lo veremos muy pronto.

Excanciller de México

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