El gobierno federal entretiene las mañaneras en planes para el regreso a la “noramilidad”, para retomar las actividades que se dejaron hace casi dos meses, para reiniciar una rutina apenas recordada. Pero nada se dice de los 500.000 mexicanos que no podrán regresar a ningún lugar porque nadie les espera, 500.000 mexicanos para quienes el fin de la sana distancia carece de significado, 500.000 mexicanos que se han quedado sin nada y sin nada a lo que optar. Una tragedia humana, un drama incontable, una tribulación que se suma a la de la pandemia. La pobreza no toca las puertas de 500.000 mexicanos, la pobreza ha entrado ya en esas casas. Y cuando el hambre arrecia con ímpetu no hay muchas opciones. El crimen organizado se frota las manos ante el reclutamiento inminente, ante nuevos integrantes que se agregarán a falta de todo, ante tantos elementos sin otra esperanza que ponerse a las órdenes de quienes disuelven la sociedad. La delincuencia se presenta como alternativa factible. Esa es la opción más a mano porque no hay otra. Mientras, el ejecutivo federal celebra el regreso a la normalidad, la recuperación del pulso económico, la reactivación de la sociedad. Pero no parece que les preocupe mucho ni poco esa situación de pobreza en la que han caído tantos compatriotas. El Presidente de los pobres, el político que habría de abatir la pobreza, el que se debe a los desamparados, generará más pobres que ningún otro en la historia reciente. El que se llena la boca con los que menos tienen los multiplica como si no tuviera otra prioridad. El que argumenta el interés general exhibe un interés desmedido en que esa pobreza se generalice. Maneras de entender el bien común y el interés general. La Comisión Nacional de los Derechos Humanos mantiene la boca cerrada. Incapaz si quiera de entender que está sucediendo, sólo se preocupa en su servilismo hacia el Ejecutivo.
La tragedia ya está confortablemente instalada en nuestra sociedad. Incapaz de reorientar a lo social los presupuestos destinados a obras insignificantes ante la magnitud del drama, el Presidente mira a otro lado. Medias verdades, mentiras, engaños, jalonan un empedrado a ninguna parte. Los precios del petróleo levantan una política fallida y errática, al servicio de la terquedad y el narcisismo de un presidente insolvente y deshonesto en lo moral. Terminará el confinamiento con un país más dividido, más confrontado, más enconado. En lugar de apelar a la colaboración y solidaridad, se señalan culpables y sospechosos sencillamente porque conviene a intereses personales y electorales. Andrés Manuel López Obrador no es un gobernante de altura. En el mejor de los casos, un agitador. La historia le pasará factura.
De momento, el número de desempelados sólo en abril refleja una tragedia humana para la que no hay paliativos. México parece no tener recursos para remontar la coyuntura, de manera que la precariedad se arrastrará durante meses. Tras la pandemia, si en efecto no hay rebrotes, habrá una nueva normalidad, sobre todo para quienes perdieron su empleo. El Presidente, como es habitual, les prometerá todo tipo de tonterías que por su puesto no cumplirá. Pero el hambre aprieta y fomenta el resentimiento que se expresa en la violencia.