Todo llega a su fin es una experiencia inmediata en cada existencia. Todo se acaba, termina, concluye. No hay modo de revertirlo. La caducidad de las cosas del hombre es una evidencia, más ahora que inicia el otoño. Las construcciones humanas son efímeras porque son humanas. El pleonasmo es voluntario. Nada de lo hecho por el hombre escapa al paso del tiempo y a su destrucción. Ahí están las ruinas de Piranesi. No hay manera de contener el desgaste temporal. Aquello que en algún momento operó como garantía de determinados valores, años después aparece caduco y anacrónico. Las ruinas son antesala de la desaparición definitiva, de la extinción irrevocable. Los vestigios no son propiamente indicativos de la aniquilación, pero sí señalas de decadencia. La decadencia es irreversible a no ser que algo extraordinario suceda, aunque casi nunca acontece ese hecho espectacular capaz de rehabilitar y restituir aquello que amenaza. Frente a la ruina sólo cabe la aceptación, ni siquiera una oración fúnebre, puesto que lo relevante hace ya tiempo que se disipó pues no es sino aquello que previamente aseguraba su vigencia. Las ruinas son apenas rastros en la orilla de la playa de la existencia.
El Partido Revolucionario Institucional (PRI) es en la actualidad una ruina, un vestigio, un rastro de lo que fue. Parece imposible regresarlo al protagonismo de hace apenas unos años. Paradójicamente, ha sido su última estancia en Los Pinos la que lo ha sepultado.
Enrique Peña Nieto gobernó sin reparar en que sus decisiones y acciones eran una palada de arena más en el foso en que se encontraba su partido: mejor sepulturero del PRI que Presidente de México. Terminado su sexenio el escenario político exhibió la ruina de su partido, a la que colaboró con un arrebato pocas veces visto. Si al entrar en la Presidencia el PRI estaba manchado por un pasado de corrupción y latrocinio, al salir ya no había palabras para calificar lo sucedido.
No parece posible que a estas alturas el Revolucionario Institucional pueda maquillarse o travestirse o someterse a una operación estética. Las encuestas frecuentes así lo señalan. Alejandro Moreno Cárdenas, Alito, no ha heredado un instituto político, ha recibido una funeraria. Todo indica que de las 14 gubernaturas en juego hacia el 2021, el PRI no ganará ninguna (así lo dicen las fotografías del momento). No es que no tenga fuerza, es que ni siquiera tiene impulso. El PRI está en punto muerto. Para la cuesta electoral que se avecina, ni siquiera avanzará más allá de la línea de salida. Alito puede tener buenas intenciones, entusiasmo y empuje, pero se encuentra en medio de un erial, de una ruina, en que no aparecen por ningún lado jóvenes dispuestos a encabezar a la formación. Para revertir el descrédito del PRI sería necesario un llamado a la juventud para que se hiciera con el aparato, jóvenes sin pasado político dispuestos a reflotarlo del naufragio, capaces de dotarlo de una nueva orientación y un nuevo ideario al servicio de la sociedad y no de sí mismos. O esa clase política que siempre se mantuvo y mantuvo al partido sin salir y dar la cara, esos obreros del partido que eran los que se alineaban y se quedaban formados en las interminables lineas de las sucesiones. Esos son los que aun pueden sacar a flote el barco.
Se antoja que no es posible porque el PRI es como es, reacio al cambio, acomodado en el presente, interesado únicamente en la rapacidad. Sin cuadros, con unos militantes desmoralizados, con una dirigencia que no atina a encontrar solución para sus conflictos, irrumpen de manera visible las ruinas que anuncian su desaparición. No se advierte ninguna señal que invite al optimismo. El PRI es una ruina y las ruinas sólo anuncian la extinción.