Alguien le dijo a Ricardo Anaya que su presencia era necesaria para fortalecer la inexistente oposición. Desde entonces, no hay lunes que no nos prive con sus intervenciones. Con Anaya sucede algo paradójico: hay quien no lo tolera y quien lo tolera demasiado. El excandidato parece seguro de que su irrupción es el acontecimiento político más decisivo de los dos últimos años. A los ciudadanos les da absolutamente igual. En realidad, tiene poco o nada que aportar. La oposición piensa que hay que sumar a todos contra López Obrador y Morena, haciendo del número y lo tupido su principal argumento. No repara en que determinados sujetos no sólo no contribuyen, sino que desprestigian. De momento, Anaya se perfila como candidato a diputado de Acción Nacional hacia el 2021. No esconde su intempestiva reaparición posicionarlo o posicionarse como candidato a la presidencia en 2024. El problema de Anaya es que ya lo conocemos. No puede hablar de honestidad porque siendo presidente del PAN fomentó y promovió todo tipo de moches; no debería hablar de democracia porque utilizó su puesto para hacerse con la candidatura en las elecciones de 2018 que perdió con López Obrador; menos aún utilizar palabras como “transparencia”, “pluralidad”, “diversidad”, puesto que Marko Cortés está allí, al parecer, porque él lo puso y Cortés a la vista pone a disposición su criterio y juicio.

En dos años, Cortés ha sido incapaz de recuperar al PAN. Algo previsible si se considera que la dirigencia es la misma que la que tenía Anaya. La dirigencia no está dispuesta a irse, lo que sería normal dada su inoperancia para ofrecer algo más que numeritos circenses. Seguramente para colorear el repertorio ha echado mano de Anaya quien, además, debe sentirse halagado ante semejante despropósito. Lamentablemente, Anaya no representa la oposición, ni siquiera es una molestia para Andrés Manuel, como tampoco el PAN por el momento. Se antoja que la estrategia del reciclaje no es la mejor en las actuales circunstancias del país. La derrota del 2018 no se debió en exclusiva al entusiasmo que despertó López Obrador. Fue un voto de protesta ante la clase política representada por los viejos partidos. Ahora resulta que para renovar al partido y, por tanto, para fortalecer a la oposición se recurre a figuras políticas que representan exactamente aquello en contra de lo que se votó. Anaya no le hace ningún favor a Acción Nacional, menos a la democracia. No es creíble que el autoritarismo demostrado hace dos años haya desparecido por arte de magia; no convence que su actitud prevaricadora con el partido se haya esfumado; no es verosímil que ahora le interese la democracia y la ciudadanía. Haber manipulado el partido para alejarlo de la sociedad a condición de servir a sus propios intereses tiene consecuencias. Para empezar, la desconfianza y el rechazo. Anaya no sólo frustró expectativas, sino que introdujo una profunda desconfianza hacia sus propósito e intereses.

Reservas, desconfianza, recelos, esos sentimientos despierta el flamante opositor con el que López Obrador no pierde ni un momento. Recuerda demasiado a la inacción de su partido como para pensar que puede posicionarse. Si Acción Nacional renunció a hacer oposición, no es por falta de ganas sino porque no puede a riesgo de que el gobierno destape lo que la dirigencia del partido no quiere. Ahora resulta que Anaya sí puede, cuando este PAN es el mismo que aquel.

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