El proceso de las candidaturas en la mayoría de partidos políticos exhibe lo de siempre: unos pocos, casi siempre a contrapelo de su militancia, eligen a las personas que los representarán. En este obsceno mercado de pulgas se venden diputaciones, se intercambian favores, se pagan deudas, se cobran agravios. Todo desde una apariencia democrática que nada tiene de democrática. Los partidos tradicionales no comprenden todavía lo que pasó en el 2018. Morena en lugar de afirmarse en sus procesos imita también el vodevil a semejanza de PAN, PRI, MC, PRD. Ni siquiera importan las cualidades de los elegidos, sino muchas veces una fama cuestionable con la esperanza de que atraiga votos. La calidad democrática hacia las elecciones más grandes del país brilla por su ausencia. Los simpatizantes de estas formaciones se encuentran atados de pies y manos. Se les promete en un futuro siempre pospuesto la posibilidad de representar al partido, mientras los de siempre se reparten las candidaturas. Los partidos manipulan a los ciudadanos para legitimarse y luego les cierran la puerta en las narices. La actuación de las dirigencias en el actual proceso revela no ya la ausencia de democracia interna, sino lo que son en realidad, empresas privadas de capital público.

Las consecuencias están a la vista. Antes de iniciar los comicios, los ciudadanos ya han perdido. No extraña entonces que muchos militantes a los que luego se les exigirá el voto comiencen a desertar de estas formaciones. La evidencia es que no hay democracia. La evidencia es que unos pocos dirigen los partidos para su beneficio y el de amigos y familias. Tales prácticas son corrosivas para nuestra democracia, reducida a un sistema de partidos que opera como sucedáneo de una democracia definitivamente desterrada. Si los partidos ya no representan a los ciudadanos, militantes y simpatizantes, no tienen razón de ser. Están desautorizados para hablar de pluralidad, diversidad y democracia. La ausencia de una oposición significativa es consecuencia de unas dirigencias confortablemente instaladas en la poltrona del presupuesto público, más pendientes de sus prebendas que de su tarea. Esta coyuntura, que descalifica a las dirigencias de los partidos, aleja más al ciudadano de los partidos cuando los margina a ser meros comparsas.

Los principios de libertad e igualdad con que en campañas los candidatos se llenan la boca, se violan sistemáticamente al interior de los partidos. Cada día es más evidente el enorme fraude que representan. Por eso tampoco pueden hablar de Estado de Derecho y sin embargo no se les cae de los labios durante las campañas. El Estado de Derecho se debilita con estas actuaciones. El ciudadano es quien finalmente paga, como siempre paga, tantos despropósitos. Un partido no puede exigir el respeto al Estado de Derecho o su fortalecimiento si prescinde de este en su vida interna. Así, tenemos partidos que no son democráticos, al servicio de una supuesta democracia que es sólo simulación. Tenemos un Estado de Derecho que no es Estado Derecho que sirve para dotar de apariencia a un sistema que no lo tolera. Los procesos de los partidos hacia las elecciones de junio muestran lo que en realidad es nuestra democracia: una gran simulación. Nada se aprendió del 2018. Los ciudadanos otra vez acaban pagando la ambición, torpeza y falta de escrúpulos de una clase política que no merece.

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