Si algo nos regala el confinamiento familiar es la evidencia de diferentes generaciones habitando un mismo espacio. La observación no es menor puesto que cada una privilegia características y gustos que, en ocasiones, podrían volver insalvables las diferencias. Lo que enseña el confinamiento que exige estrecha convivencia es que sólo el afecto y el amor son capaces de cabalgar por encima de la diversidad de intereses asociada a la edad. La lección no es menor, al contrario. La familia se presenta como el bien común por encima del individual, en que los integrantes ceden en algo para asegurar el bienestar de todos. A escala, una sociedad de la que el gobierno quizás debería aprender.
Hay quien en su casa encuentra a integrantes de la generación del Silencio (1925-1945), cuyos valores son muy tradicionales y con cierto rechazo hacia las nuevas tecnologías; a miembros del Baby-Boom, nacidos entre 1945 y 1964, hijos de la posguerra, abocados a la productividad; la Generación X, entre 1965 y 1981, innovadores e iniciadores del despegue tecnológico, optan por la seguridad de un empleo formal; los Millennials, entre 1982-1996, treintañeros autosuficientes, cuyas vidas están plenamente conectadas a las tecnologías, caracterizados por adoptar perros y gatos, perrhijos y gathijos; prosiguen los Centenials, entre 1997-2010, caracterizados por proponerse objetivos a corto plazo y buscar completa autonomía generada en parte por la realidad tecnológica; finalmente la Generación Alfa, propiamente los nativos digitales. Esta breve exposición exhibe no ya territorios diferentes, sino universos autónomos. ¿Qué tendrán en común una señora de la generación del Silencio y una de la Generación Alfa?
Sin embargo, todas conviven en muchas ocasiones en el hogar, reconvertido en un improvisado laboratorio sociólogico. Prestar atención a la convivencia en estos tiempos del covid-19 regala experiencias que en otros momentos pasaríamos por alto. La abuela para hablar con su hijo toca en la puerta de su estudio, mientras que el hijo le envía un mensaje de texto desde su habitación para saber si puede hablar con él. Reacio a conectarse por skype, el padre prefiere hablar por teléfono, mientras sus hijos pequeños siguen las clases de la escuela telemáticamente. Una verdadera revolución en la comunicación familiar en que cada cual no abandona sus hábitos pero todos están dispuestos a que no cese nunca. Lo que expone la situación es que, independientemente de los medios, de los instrumentos, de la tecnología, de la educación, de la urbanidad, todos necesitamos en todo momento comunicarnos. La tecnología no sólo está transformando la comunicación sino también la urbanidad, esas pautas socialmente sancionadas que regulan las relaciones entre los ciudadanos.
Ante semejante mezcolanza es natural que surjan divergencias, desacuerdos, disputas. Pero a lo mejor convendría considerar que las tensiones no obedecen únicamente a mala intención o a mala disposición. Quizás haya algo más profundo e impalpable que reside en la manera de cada quién de relacionarse con la realidad. Quizás sea una oportunidad de detenerse a considerar en qué consisten esas diferencias para situarnos ante los miembros de nuestra familia, para poder distinguir el trigo de la paja, lo significativo de lo que no lo es.