La tragedia que ya experimentamos en México es compleja y todavía indescifrable, se apropia del presente y del futuro, irrumpe en todos los ámbitos, cierne una sombra de desesperanza y pesimismo. Las expectativas son desoladoras: movimientos migratorios, estallidos y revueltas sociales, hambre, incremento exponencial de la delincuencia, perdida del poder adquisitivo a unos niveles que no conocíamos en la historia reciente. A la vez, la situación la aprovecha el ejecutivo para cancelar fuentes de inversión y trabajo, se presentan iniciativas propias de un régimen comunista, se atenta contra la libertad de expresión, se ningunean proyectos de la IP para combatir la crisis. Frente al drama humano, el Presidente prefiere radicalizar su discurso, polarizar el debate, enfrentar a la población. En una coyuntura en que la unidad, aunque sea por breve periodo, es exigible es lo primero de lo que se prescinde. No es únicamente una cuestión política. Es una irresponsabilidad inmoral. La inmoralidad se adueña de palabras y decisiones, del lenguaje y determinaciones. Este gobierno, con el presidente a la cabeza, es profundamente deshonesto. El significado de esta palabra en que Andrés Manuel López Obrador se ensimisma es reactivo a todas las maniobras que impulsa. No merece la pena aludir a la corrupción rampante de este gobierno que es por procuración la del presidente, ni siquiera a la ilegalidad de medidas sencillamente porque no se respetan las leyes que es otra manera de corrupción. Los mexicanos estamos experimentando una orfandad derivada de los fallecimientos a causa del coronavirus que nos emplaza ante la condición humana. Impotencia y dolor son sentimientos que nos acompañan desde hace semanas.

Desde la distancia, la solidaridad es un sentimiento natural que se incrementa cada día. No ya hacia los vivos, sino también hacia los muertos. Esos mexicanos que mueren en la más absoluta soledad, separados de su familia, carentes de la más elemental consideración amorosa de sus seres queridos. Padres que abandonan casas en dirección a un hospital para no regresar ya nunca más; madres que sin despedirse de sus hijos ignoran que no los volverán a ver; hijos para quienes es impensable no retornar al hogar para volver a abrazar a sus padres y hermanos. Un drama extravagante y deshumanizado para el que nadie está preparado. Fallecimientos transformados en cifras cuya ausencia de sentimientos nos familiariza con la muerte de una manera impostada y artera.

La tragedia se instala confortablemente en los hogares. Hijos que no verán más a sus padres; padres que se han despedido por última vez de sus hijos; nietos que no volverán a gozar de la presencia calurosa de los abuelos. Soledad, dolor, orfandad, sentimientos que inopinadamente se experimentan con una violencia y una intensidad desconocidas, experiencias que marcarán para siempre las vidas de quienes las experimentaron. El hogar se desbarata, la familia se descompone irreversiblemente.

Mientras, los cálculos políticos, el discurso del odio, la polarización, el enfrentamiento. Todo con mucho amor a los pobres, con mucho el pueblo es lo primero, con mucho amor que es sólo una falacia al servicio de la mezquindad y la deshonestidad más honda. Para qué quiere un Presidente a un pueblo azotado por una tragedia hacia la que muestra en los hechos completa indiferencia. Una soledad definitiva y brutal.

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