Una vez que arrancan las campañas, las promesas de los candidatos se acumulan. Prometer se ha vuelto algo tan cómodo como fácil, tan a la mano como recurrente. Perolas promesas casi nunca se cumplen. No se dirigen, ni condicionan, las acciones de gobierno. Únicamente son palabras que se lleva el viento una vez que se emite el voto. Las llamamos promesas, cuando en realidad son mentiras. Mentiras flagrantes, obscenas, insultantes. Con todo, cada vez que hay campañas las creemos, quizás porque no tenemos otra cosa o porque ya nos acostumbramos a ellas. Si se continúan emitiendo es sólo porque no hay consecuencias. Habría que proponer iniciativas para legislar sobre las promesas con consecuencias legales. Quien promete debería a sumir su palabra y rendir cuentas ante lo incumplido y lo traicionado. Sólo hace falta recordar las promesas de campaña de Andrés Manuel López Obrador. No ha cumplido ninguna excepto el apoyo a los programas sociales. Prometió respetar el NAIM para luego retractarse y aportar por el Felipe Ángeles, aseguró ser un demócrata que respetaría los organismos independientes para después suprimirlos o cuestionarlos a contrapelo de nuestra democracia, insistió en regresar a los militares a los cuarteles para más tarde concederles toda la obra pública del país, prometió no subir el precio de las combustibles que a día de hoy experimentan un alza en los precios sin precedentes, lo mismo pasa con la luz, etcétera. López Obrador representa al político que utiliza la mentira para conseguir el poder. Perolas promesas de campaña deberían ser algo más que promesas vacías.
Las promesas perfilan a los candidatos, los definen, aportan una imagen más o menos precisa de quiénes son, de los que buscan, de lo que entienden por gobierno. Las promesas operan como un intermediario entre el candidato y el elector. Si prometer no tiene consecuencias, no importa lo que se diga por lo que las campañas y la votación misma carece de sentido. La promesa actúa como una guía que diferencia a los candidatos y decanta el voto del ciudadano. El cinismo político en la actualidad ha transformado la promesa, que es un compromiso moral entre candidatos y ciudadanos, en un comercio en que únicamente se pretende acceder al poder para olvidar de inmediato los compromisos. Las promesas incumplidas no sólo violan ese contrato implícito, sino que afectan a la calidad de nuestra democracia. Cuantas más promesas incumplidas peor es nuestra democracia. El gobierno actual representa cabalmente el deterioro de la democracia como consecuencia del incumplimiento sistemático de las promesas. Faltar a la palabra dada es violentar la democracia y embaucar a la ciudadanía.
Con todo, es importante atender a las promesas de campaña. En algún momento y en algún lugar, algún candidato se comprometerá con sus dichos. Por ahora, hay que fingir que lo que dicen los candidatos quizás sea lo que dote de sentido a los gobiernos que encabecen. Las promesas revelan hipotéticas políticas viables o, en su caso, inviables, pertinentes o innecesarias, verdaderas o falsas. Es necesario escuchar las promesas como primera instancia para decidir el voto. En estos momentos, se antojan más significativas que la militancia en uno u otro partido, sobre todo porque todos parecen lo mismo. Las elecciones de alcaldes deberían dirimirse sobre el cumplimiento efectivo de esas promesas y, en caso contrario, se les obligara a rendir cuentas.