El domingo pasado, 1 de diciembre, hubo concentraciones y marchas de significado opuesto. En el zócalo, Andrés Manuel López Obrador reunió, con objeto de celebrar el primer aniversario de su toma de posesión como Presidente de México, a centenares de miles de personas al parecer, en su mayoría, acarreados como informaron diferentes periodistas y medios. Llama la atención que López Obrador inaugure lo que parece que será costumbre con un despliegue popular que algo tiene de simulación. La apariencia como sucedáneo de la verdad resuelve el momento, pero compromete el futuro. A la vez, en el Ángel de la Independencia, se congregó un número significativo de mexicanos que marcharon para reclamar al Presidente un cambio en sus políticas de seguridad y economía. Como suele suceder, algunos aprovecharon para pedir lo que se antoja un despropósito: la renuncia de López Obrador. El actual Presidente, además de haber ganado con holgura en las urnas hace año y medio, cuenta con un respaldo importante entre la ciudadanía. La democracia es ante todo el respeto a la voluntad de la mayoría.
En este sentido hay que entender el valor de la marcha inconforme con algunas medidas del actual ejecutivo.
Muchos mexicanos salieron a pedir otras políticas que garanticen su seguridad personal, laboral y económica. El evento, como se encargó de recordar el Presidente, fue legítimo y democrático. Con todo, hubo aspectos en la marcha que quizás la ensombrecieron. La presencia de líderes de partidos políticos enturbió un acto espontáneo de ciudadanos incómodos con dos políticas del actual gobierno, pero también con una oposición que, abdicando de su deber, relega en la sociedad lo que no quiere o es incapaz de hacer. Para muchos mexicanos, el ejecutivo se está equivocando, pero también los partidos de oposición. El oportunismo político debería tener límites. No vale todo y, desde luego, lo que menos vale es usurpar el espíritu de una expresión popular.
En la marcha se oyeron voces plurales y diversas, algunas enfáticas y decididas. Entre ellas, atronó la de Adrián LeBarón. Conviene detenerse en lo que dijo para entender los reclamos de esta porción de la sociedad. LeBarón proclamó el apoyo al Presidente para que juntos los mexicanos colaboren para restituir la seguridad. No dividió, ni enfrentó, no posicionó a unos contra otros, no emplazó a un conflicto. Pidió que Andrés Manuel cuente con los ciudadanos comprometidos en tener un mejor país. Frente a injustas descalificaciones recibidas últimamente, los LeBarón afirmaron su condición de ciudadanos mexicanos. Sus palabras, persuasivas y conmovedoras, fueron un llamado al Ejecutivo, pero también a la oposición. Un mensaje de unidad, un llamado a civilidad, una invitación con carácter de urgencia para que México atienda lo fundamental.
Adrián LeBarón capitalizó los reflectores. No era para menos: tres mujeres y seis niños de su familia sufrieron una muerte para la que no hay palabras. Pero hubo también ciudadanos anónimos, que salieron únicamente porque lo consideraron un deber patrio. En realidad, este fue el verdadero sentido de la marcha. Héroes anónimos que le dijeron al Presidente que el país es también importante para ellos, al menos tanto como para el Presidente mismo.
López Obrador debería escuchar estas voces que aman a su país tanto como él dice que lo ama. En el compromiso y en el amor no hay ni porciones ni cuotas. Todo parece indicar que es una ocasión para recuperar de una vez la anhelada unidad nacional.