El caso Lozoya sirve lo mismo para un roto que para un descosido. Quizás lo más perturbador sea la desfachatez con que el gobierno utiliza al antiguo director de Pemex para tapar sus muchas vergüenzas. Lo primero que hay que comentar es que los supuestos padecimientos de Lozoya, trasladado a México desde una prisión española, no tienen ningún viso de realidad. El sistema penitenciario español es particularmente riguroso con la salud de los reclusos. El propio Ministerio del interior negó las supuestas afecciones que se le detectaron al llegar a nuestro país. El gobierno federal mintió sobre la salud de Lozoya. La mentira sirvió para desplazarlo a un hospital privado de la Ciudad de México, con objeto de no ingresarlo en prisión, eludiendo su obligada comparecencia ante el juez. A la falsedad se sumó la artimaña. No tardó el presunto delincuente en declarar. Dados los antecedentes no es descartable que su testimonio sin rigor procesal se apegara al guion previamente establecido por el gobierno. Por donde se le mire, todo es un gran montaje para encubrir la ineptitud del ejecutivo ante las crisis económica, sanitaria, social y de seguridad. Emilio Lozoya muy en su papel comenzó a soltar nombres sin más respaldo hasta ahora que el de su imaginación o las sugerencias debidamente bisbiseadas.

Llama la atención el circo mediático en torno al financiamiento ilegal de las campañas electorales del 2012. En realidad, si hubo financiamiento ilícito, el delito ha prescrito. De manera que no se sabe muy bien cuál es el fondo de las declaraciones de Lozoya, a no ser que su propósito sea la propaganda, única expresión de la fracasada la 4T. Es comprensible que el imputado diga lo que quieren que diga, ante la amenaza de cárcel para él, su mujer y su madre. No lo es que el numerito lo haya diseñado el mismo gobierno que se lava las manos ante la pandemia, incapaz de enfrentar el desmoronamiento de la economía, indiferente ante el descontento social, entregado al crimen organizado. En realidad, el gobierno federal hace con este caso lo único que sabe, aprovechar la oportunidad para regalar a los ciudadanos numeritos de varietés. El asunto es de interés porque liquida a la vez el Estado de Derecho, transforma a un presunto delincuente en brazo armado de la ley y asume como probadas denuncias imaginarias. Lo único que concede esta violación flagrante de las garantías procesales es una salida patética al ejecutivo reactivo a la realidad del país. La puesta en escena le resta veracidad, rigor y certeza jurídica.

Luego llega lo único que importa. Las acusaciones probadas. López Obrador ya ha decidido que deben de comparecer ante el juez para declarar todos los nombres que ha vertido Lozoya. No ha dicho que como el delito ha prescrito el juez puede llamar a quien se le pegue la gana, pero será el testigo el que decida asistir, sin otra condición que el ejercicio de su libertad. De momento, no hay nada en el caso Lozoya que tenga consecuencias legales. El gobierno federal suma otra falsedad a las declaraciones del presunto delincuente. El caso exhibe lo que es el ejecutivo y su manejo interesado de los asuntos pasando por encima de la legalidad y del Estado de Derecho. De momento se tiene a un acusado que no está enfermo pero está enfermo, un presunto delincuente que es fiscal, un caso que ha prescrito y unos nombres que pude ser otros cuando sea necesario.

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