La mayoría de un partido en el Congreso y el Senado puede ser provechosa para sus intereses pero no necesariamente para la democracia. Lo natural es que frente a esta mayoría la oposición extreme sus posiciones en busca de un contraste que resalte frente al ciudadano. Como sucede en la actualidad, los partidos de oposición reducidos a la irrelevancia confunden las propuestas eficaces con juegos pirotécnicos. Paradójicamente PAN, PRI, PRD y MC en vez de capitalizar políticamente su oposición, dilapidan por torpeza, inseguridad y ausencia de directrices definidas su crédito ante la ciudadanía. No parece que le vaya mejor a Morena, a pesar de su aplastante mayoría. Desde luego, sus números le permiten legislar y gobernar a conveniencia, pero olvidan con demasiada facilidad que el sistema democrático reside en pactos, acuerdos y diálogo. En las circunstancias actuales, a Morena se le abren unas perspectivas en lo inmediato inmejorables, a mediano plazo quizás esté cavando su propia fosa. México no puede permitirse la división de las diferentes fuerzas políticas. La situación nacional es de emergencia en diferentes rubros: seguridad, economía, salud, educación.

Parece necesario que los actores políticos en lugar de buscar sus intereses partidistas se interesen en el bien común. No es momento para rencillas y divisiones. Urge posicionar al país en el primer lugar de las prioridades. Es lo menos que nos merecemos los mexicanos. Llegar a acuerdos entre la oposición y el partido del gobierno otorgará confianza a los ciudadanos, rehabilitará el prestigio de los partidos, acreditará la importancia de la política, fomentará la certidumbre. Sin embargo, no se observa nada de esto a pesar de la crisis de todo tipo que se avecina. La derecha se radicaliza a la derecha; la izquierda, a la izquierda. No hay espacio para el diálogo, ni para el entendimiento, ni para el acuerdo. El espacio político se desborda de recriminaciones, agravios, diferencias irreconciliables. En medio, quedamos los ciudadanos, cansados de los partidos políticos, aburridos de esta democracia, hastiados de la mezquindad de nuestros representantes.

Nuestro país no aguanta más la ausencia de políticos de altura, la falta de hombres y mujeres generosos cuyo propósito es el bien común. Esta decadencia de la clase política tiene como efecto el deterioro de nuestra democracia por la que tantos hemos luchado. No es justa la irresponsabilidad como modus operandi, como estrategia al servicio del egoísmo, como cambalache para ajustar cuentas y asegurar el futuro personal a costa del presente de nuestra sociedad. Gobernar no es negar de un plumazo a los partidos de oposición, ni oponerse es descalificar por descalificar las políticas del ejecutivo. Es hora de que los actores se sienten, dejen de lado sus diferencias y se ocupen del país. Es hora de que la seguridad se convierta en un gran pacto de Estado y no en botín político; es tiempo de que la economía se plantee en términos realistas y se adopten medidas consensuadas por todas las fuerzas; es el momento de que la gestión de la sanidad y la enseñanza obedezca a un análisis realista y a unas soluciones compartidas por todos. Se antoja impostergable que la política eleve su expresión y su sentido en los aspectos fundamentales.

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