Es imposible escribir un artículo apoyando a un movimiento femenino que con toda justicia se pronuncia en contra de la violencia y la desigualdad que sufren las mujeres en nuestro país. No es que no me adhiera de inmediato al requerimiento, sino que de ninguna manera puedo sentir lo que ellas sienten. De manera que estas líneas algo tienen de impostura excepto en mi solidaridad. No pretendo de ninguna manera hablar por las mujeres, en el mejor de los casos, hablar de ellas desde lo que advierto en nuestra sociedad. De alguna manera convengo con AMLO cuando afirma que una de las causas de la inseguridad que sufren las mujeres reside en que la familia mexicana desde hace unos años se descompone rápidamente. Para nada afirmo que la esposa o la hermana o la hija o la abuela se dediquen a las tareas del hogar. Al contrario, considero que es necesario que se incorporen al mercado de trabajo porque es un ámbito que contribuye decisivamente al desarrollo integral de la persona. Pero algo ha sucedido inseparable del deterioro de la familia. Así se aprecia en Francia, Inglaterra o España. El estallido de la violencia en contra de las mujeres se ha recrudecido en la misma medida que el valor de la familia se desgastaba.

Me llama la atención la respuesta de diferentes instituciones públicas sobre el movimiento. En particular, las académicas. Parece una contradicción que El Colegio de México o la UNAM o la UAM o la BUAP, o cualquier otra, se sumen a las actividades en favor de las mujeres cuando las respectivas autoridades se han hecho de la vista gorda en el momento en que sus académicos son acusados de acoso sexual. Alejandro Higashi, Ramón Pérez Martínez, Joan Vendrell, Xavier Ayala, Rafael Olea Franco y un largo etcétera, son académicos amparados por la impunidad que les conceden sus instituciones. Han probado que no pueden tratar con las alumnas, que no pueden plantarse frente a una clase, que no pueden trabajar como docentes. Y sin embargo, en lugar de apartarlos del puesto o de expulsarlos si es el caso, las autoridades actúan mirando a otra parte. Presuntos delincuentes, siguen con su vida normal, sin importar el daño causado. Presuntos responsables, como también las autoridades institucionales. Hay una cadena de impunidad que protege a unos y a otros, en que también algunas mujeres son cómplices al encubrir los excesos de sus colegas. Tiene tanta responsabilidad el delincuente por acción como el delincuente por omisión. Ambos merecen semejante pena. Comités, comisiones, consejos, sólo son una estrategia para dilatar lo que no se quiere enfrentar ni sancionar. Las instituciones públicas (hospitales, colegios, universidades, secretarías, policía, armada, marina, etcétera) tienen que intervenir con decisión para poner un alto a los abusos, a los agravios, a las vejaciones.

No puedo hablar por las mujeres, pero sé que la impunidad impera en unos espacios administrados por la complicidad. Sólo así se explica la inacción, la negligencia, la dilación a la hora de atender a las víctimas y proceder en contra de los victimarios. El problema no reside en exclusiva en los depredadores, sino en las autoridades que solapan estas conductas. También ellos merecen enfrentar a la justicia y asumir las consecuencias de su complicidad. Sin embargo, todo indica que finalizado el movimiento todo volverá a lo de siempre, es decir, a nada. Ojalá me equivoque. Con todo, mi adhesión absoluta a las reivindicaciones.


Excandidato a la gubernatura de Guerrero

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