La industria del taxi no está organizada para proporcionar un servicio de transporte sino para explotar una concesión gubernamental. La moneda de cambio es con frecuencia apoyo político: los taxistas son parte integral de toda campaña electoral. Sus vehículos exhiben calcomanías o cartulinas que muestran su adhesión y apoyo al candidato oficial en turno. A cambio, se les permite proporcionar un servicio con altas barreras de entrada y bajos estándares de calidad y seguridad.

El usuario es por lo general quien paga los costos de este desafortunado acuerdo. En una encuesta reciente en la Zona Metropolitana de la Ciudad de México, 2 de cada 3 ciudadanos señalaron sentirse inseguros al usar un taxi. Un porcentaje similar declaró que tampoco se sienten seguros por la manera de conducir de los taxistas. Al calificar la relación calidad-precio, el servicio que reciben, 76% de los ciudadanos de la ZMCM piensa que es caro usar un taxi (Buendía y Laredo, enero 2019). Quizá los casos más escandalosos ocurren en las principales zonas turísticas del país, como Cancún o Los Cabos, donde el precio del transporte por taxi es exorbitante, principalmente en los trayectos que incluyen al aeropuerto.

El arreglo gobierno-taxistas es parte del entramado heredado por décadas de gobiernos priístas. Oscar Brauer, secretario de Agricultura y Ganadería con Echeverría y a quien parafraseamos líneas arriba, señaló en su momento que los campesinos estaban organizados para votar, no para producir. Lo mismo se puede aplicar a muchos sindicatos, como el de Pemex, que han privilegiado sus funciones políticas por encima de sus responsabilidades productivas. 

Este arreglo se ha estado resquebrajando desde hace años. Por un lado, las organizaciones ya no pueden garantizar que sus afiliados votarán a favor del partido gobernante y, vinculado a lo anterior, la alternancia ha significado la disrupción del statu quo que disfrutaban. Como señaló la jefa de Gobierno Claudia Sheinbaum recientemente, “acabar con la corrupción y garantizar calidad y seguridad del servicio” generó el enojo de algunos concesionarios de taxis por lo que estos bloquearon y paralizaron la ciudad.

Quizá la mayor sacudida al statu quo en la industria del taxi tiene que ver con los cambios tecnológicos. La aparición de servicios de transporte a través de aplicaciones, como Uber, Didi o Cabify, ha alterado la estructura y la dinámica del negocio a nivel mundial. La drástica disminución de las barreras de entrada para proporcionar este servicio significa que la concesión o reconocimiento gubernamental tienen menor relevancia. Quienes hicieron grandes negocios con la compra-venta de placas tienen ahora un negocio de menor valor.  En Nueva York, el precio de los medallones (el permiso para operar los taxis) cayó abruptamente de un máximo de poco más de un millón de dólares en 2014 a   200,000 dólares en meses recientes (New York Times, 19 de mayo 2019). En México los precios de una placa de taxi deben haber caído también de manera importante. Ello sin duda afectó la fortuna de muchos concesionarios, especialmente de aquellos que han acaparado decenas o cientos de placas.  Ahí se origina buena parte del enojo contra el servicio de transporte por aplicaciones.

La industria del taxi está en transición a nivel mundial. La competencia es real y centrada en el servicio al usuario, lo cual tomó desprevenida a una industria que creció y floreció al amparo de la regulación gubernamental. Pero el mayor reto para los taxistas está en los cambios tecnológicos. La posibilidad de un transporte automatizado, sin conductores, está ya en el horizonte. Son los taxis sin taxistas.

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