Conforme transcurre el sexenio, resulta más evidente que el castigo a la corrupción será la piedra angular del edificio lopezobradorista. Poner los ojos en el pasado rinde mejores frutos que enfrentar el presente o construir el futuro. La actual administración pudo desaparecer el Seguro Popular, la Policía Federal o cancelar el nuevo aeropuerto, pero se vio obligada a sustituirlos con una alternativa propia, llámese Insabi, Guardia Nacional o Santa Lucía. Los retos de hacerlo exitosamente están a la vista así como los costos políticos y sociales de fracasar.

El castigo a la corrupción de gobiernos anteriores, en cambio, solo exige atacar la red de complicidades e ilícitos del caso en cuestión. Es un objetivo más manejable y acotado. Obviamente no requiere construir una alternativa. Basta con castigar. Es un objetivo, además, de alta rentabilidad política. A pesar de que en el sexenio de Fox hubo voces que pugnaron por una comisión de la verdad, una deuda de nuestro proceso de transición es la ausencia de una mirada crítica y de reparación frente a los gobiernos precedentes. Y, si nos remontamos todavía más atrás, podemos encontrar en la corrupción gubernamental una constante del Estado mexicano desde sus orígenes (Aguilar Camín dixit). Hoy López Obrador cosecha los beneficios de colocar a este problema histórico en el corazón de la agenda pública.

El caso Lozoya tiene diversas aristas que pueden hacer de él un símbolo y un parteaguas en el combate a la corrupción. Además de tratarse de un funcionario de altísimo nivel, los presuntos actos de corrupción que puede revelar incluyen a otro poder, el Legislativo. Es decir, de comprobarse las acusaciones en su contra, estaríamos hablando de un caso que involucra a dos poderes de la Unión: la compra de votos en el Poder Legislativo por parte del Poder Ejecutivo.

Dado que el Pacto por México también incluyó a las dirigencias partidistas, el affaire Lozoya también puede alcanzar a las organizaciones que fueron parte de él. Así, pegaría de lleno en la línea de flotación del sistema de partidos, sobre todo en la oposición. Los partidos políticos, ya de por sí sumidos en una crisis de credibilidad, se verían inmersos en otro escándalo más. Las demandas de renovación de la clase política y del sistema de partidos sin duda adquirirán más fuerza de comprobarse que muchas de las reformas del sexenio pasado tuvieron precio. De ser ciertas las acusaciones, el diagnóstico del presidente López Obrador sobre la corrupción gubernamental y la necesidad de renovar nuestra vida pública se ratificaría.

El caso Lozoya, pues, le viene como anillo al dedo a la narrativa oficial. Permite reforzar la percepción de la lamentable situación en que AMLO recibió al país y , de esa forma, legitimar la ruptura con el statu quo y acrecentar el respaldo público. Ello permite alimentar la paciencia ciudadana ante la ausencia de resultados. A final de cuentas, la corrupción es un problema histórico. Seis años son insuficientes para arrancar de raíz una herencia de esta naturaleza.

Todavía son inciertos los derroteros jurídicos que seguirá el caso contra el exdirector de Pemex. En la opinión pública, sin embargo, el caso estará cerrado. Es una raya más al tigre peñista. Es un argumento más a favor de un nuevo statu quo, de una nueva clase política y de un nuevo sistema de partidos. Lozoya personifica las razones de López Obrador para abandonar el PRD y enfrentarse al Pacto por México. Es también una justificación inmejorable para desmantelar las reformas energéticas del sexenio pasado. Mejor, imposible.

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