El asesinato de los padres Javier Campos y Joaquín Mora es un caso emblemático de la descomposición social que vive nuestro país: la destrucción de la institucionalidad local fundamental para toda convivencia humana por una sed inagotable de poder y un sistema de complicidades.
La manera en que se realiza el asesinato de los padres de Cerocahui muestra que el presunto autor del crimen se siente intocable por las autoridades municipales, estatales y federales. Ese hecho habla de la débil institucionalidad del estado y la fragilidad en que se encuentran las comunidades indígenas de la Sierra Tarahumara.
El cuerpo de Pedro Palma es colocado frente al altar, y los dos sacerdotes son asesinados en el altar, en un lugar sagrado. El autor del crimen es un miembro de la comunidad. Los cuerpos son sustraídos del templo. Uno de los sacerdotes sobrevivientes pide que dejen los cuerpos y el presunto culpable dice que no puede dejarlos porque tiene la orden de llevárselo. Y el victimario al final pregunta si Dios podrá perdonarlo.
No es la violencia del asalto o el secuestro, la violencia del Ejército o de la guerrilla, es la violencia del hijo contra sus padres. Un hijo que aprendió a ser violento en un territorio minado por el narcotráfico, donde la asamblea comunitaria se debilitó y las armas se convirtieron en la nueva autoridad. Todo fue posible por una serie de complicidades y problemas sociales no resueltos.
La locura del poder es la nueva enfermedad del siglo XXI, es la rebeldía de quien se sabe todo poderoso y omnipotente, que se olvida del propio origen. Sólo alguien así reta a Dios o reta a sus propios padres. Una locura que se crece cuando no hay quien ponga límites, y son los abuelos quienes tratan de controlar y al final son asesinados.
Sólo una conversión personal, comunitaria e institucional logrará generar los cambios que hoy necesitamos. Hay narrativas, prácticas y actitudes instaladas que generan condiciones para la violencia. Las narrativas de riqueza, fama y poder están envenenando el corazón de la comunidad. Tanto individualismo está llevando a las personas a desconectarse de su origen, de su entorno, de sus raíces y de su propia comunidad. Una desconexión que enferma la mente y hace entrar a la locura de matar a sus propios padres.
La convivencia humana necesita de referetes éticos, sean religiosos, civiles o comunitarios, que permita a las personas sentirse parte de algo mayor y esto regule sus comportamientos. Los vínculos de la persona con su origen, con su entorno, su historia y su comunidad hacen posible el tener códigos de convivencia sanos, y la pérdida de estos vínculos llevan a comportamientos como los observados en Cerocahui.
La institucionalidad persistente en los rarámuris es la danza y los ritos, la mayora y el gobernador, pero que cada vez más es desplazada por las autoridades civiles que logran seducir a las personas con bonos y materiales. Los individuos necesitan y los gobiernos entregan, se desplaza a la comunidad, la cual termina siendo vulnerable a las economías criminales.
Sólo la comunidad organizada y apoyada por sus gobiernos locales podrá hacer frente a la locura del poder. Tenemos en la Sierra Tarahumara la urgente tarea de recuperar y fortalecer el sujeto comunitario, sus instituciones locales y sus formas de resolución de conflictos. Si algo pueden aportar los diferentes niveles de gobierno es contener el avance del control territorial por parte de las economías criminales. Es el tiempo de la institucionalidad rarámuri, de recuperar sus formas de resolver conflictos y atender los problemas, de comprender su manera de entender el mundo y apoyar sus modos de recuperar la armonía social, porque todos somos la Sierra Tarahumara.
Asistente del Sector Social del Gobierno de la Provincia Mexicana de la Compañía de Jesús.
@Jesuitas_Mexico
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