Si bien la designación del senador Marco Rubio como nuevo secretario de Estado sugiere un reposicionamiento de América Latina en la agenda del nuevo presidente Donald Trump, es crucial moderar las expectativas tanto en términos de éxito, ante las encrucijadas que emergen, como de ascenso real de la región en la política exterior de Estados Unidos.
Ciertamente, la última vez que un presidente estadounidense dio prelación a América Latina fue George W. Bush, a quien Hugo Chávez, Néstor Kirchner, Lula da Silva y compañía, le pagaron con un portazo a la iniciativa de Acuerdo de Libre Comercio de las Américas en Mar del Plata, Argentina, en noviembre de 2005.
En esencia, tratar con los gobiernos y actores latinoamericanos resulta más complicado que el reduccionismo de una campaña electoral. Así, la política de Trump hacia América Latina estará supeditada, como mínimo, por el margen de maniobrabilidad y de aceptación internacional que logre, las divergencias entre su agenda mediática y los intereses estratégicos de Estados Unidos y los límites del poder y los riesgos.
Los condicionantes son relevantes, ya que, aunque parezca a distancia sideral, la forma como Trump afronte la guerra de Ucrania afectará, por ejemplo, su política en América Latina. Si el nuevo presidente abandona a Ucrania, Estados Unidos sufriría un golpe de prestigio no visto desde Vietnam, lo que podría implicar el entusiasmo de varios mandatarios latinoamericanos por entregarse en brazos de Rusia y China. Además, un Trump más confrontacional e histriónico puede convertirse en el estribillo perfecto que esperan los populistas latinoamericanos para afinar la fábula antiimperialista que tan buenos réditos les ha dado.
Naturalmente que Trump tiene posibilidades de éxito en la lucha contra los autoritarismos y el populismo anticapitalista de la región, en especial cuando buena parte de la izquierda atraviesa por una fase de fragmentación y de luchas intestinas, como lo muestran los casos de Bolivia y el agriamiento de la relación entre Venezuela y Brasil. Sin embargo, pese al júbilo de las derechas latinoamericanas por el triunfo de Trump, su atomización o debilidad son notorias en Colombia, México o Perú.
En el caso de Venezuela, no hay duda de que se vuelve a vislumbrar cierto hálito de esperanza, después de la mofa de Maduro a los compromisos que adquirió con Biden. Pero el voluntarismo y los ataques indiscriminados pueden provocar el efecto contrario, como lo mostró el ademán de intervención en Venezuela del consejero de Seguridad Nacional estadounidense, John Bolton, en enero de 2019, lo que a la postre contribuyó a la narrativa del régimen para apuntalarse.
El hecho subraya la urgencia de que la nueva administración actúe con eficacia y enfoque, aplicando la máxima presión sobre objetivos específicos para lograr un cambio de régimen, ya sea en Venezuela, Cuba o Nicaragua, para lograr una espiral de optimismo y evitar el riesgo de diluir los esfuerzos. El enfoque también revela los límites del poder de Estados Unidos, pues una intervención militar daría fuelle a la épica antiimperialista tan ansiado por los demagogos, así como la enorme complejidad de ese y otros problemas como el de las drogas, ahora extendido como una ola de criminalidad que amenaza el continente.
En tal caso, habría que preguntarse, ¿por qué Estados Unidos no aplica toda la presión a Colombia para forzar una voluntad de lucha contra el narcotráfico en este país? La única respuesta plausible es que el tema desborda a Estados Unidos, y que involucrar cuantiosos recursos en Colombia podría producir algunos avances, pero provocaría el desplazamiento del problema a Centroamérica, el Cono Sur o Perú. Basta ver cómo Ecuador terminó contagiado y convertido en emblema de ingobernabilidad e inseguridad.
El peso de México
Independiente del grado de atención que reciba América Latina, es tal el peso de México que se convierte en una prioridad casi interna para Estados Unidos. Con seguridad, el país podría jugar un papel de puente o más constructivo entre Estados Unidos y el resto de la región, muy distinto a la exhibición del expresidente Andrés Manuel López Obrador cuando, en junio de 2022, rechazó asistir a la Cumbre de las Américas porque el gobierno Biden no invitó a Venezuela, Nicaragua y Cuba.
Pero, más allá de ultimátums puntuales, el presidente Trump deberá evitar la intimidación constante como estrategia con México, no solo porque necesita de su aliado al sur del Río Bravo para el logro de otros objetivos globales, sino porque la materialización de sus amenazas tendría consecuencias negativas para ambos países.
El cierre de la frontera, la imposición de aranceles a las exportaciones aztecas o la expulsión masiva de ‘ilegales’ tendría consecuencias, como un aumento considerable de la inflación en Estados Unidos, arriesgaría las cadenas de suministro o la estrategia comercial con China.
Así, no son pocas las encrucijadas que enfrentará la nueva administración Trump con América Latina, lo que, de alguna manera, corre paralelo, curiosa o paradójicamente, a los riesgos que asume la misma democracia estadounidense con la elección del presidente Trump.