Es necio. Irracionalmente necio. El país ensangrentado, con decenas de miles de familias que, cada día, semana, mes, viven en la inseguridad; pero no habrá cambios en la estrategia de combate a la delincuencia, ya que el máximo mandatario, en su locura presidencial, desde el locutorio mañanero dice que “todo va bien” porque —según él— “se están atacando las causas profundas del fenómeno delictivo”.
Y estoy seguro de que no modificará su decisión. ¿Por qué? Porque él es ÉL. Se concibe a sí mismo como un Dios o, por lo menos, un semi-Dios. Y un ser así siempre tiene la razón, es dueño de la verdad absoluta y, aunque todo le salga mal, nunca se equivoca. Su estrategia es la correcta, y si los problemas persisten, a pesar de sus indudables “humanas” decisiones, es porque la “herencia neoliberal” es tan profunda que requiere de mucho más tiempo para eliminarla.
Estamos ante el discurso perverso de la manipulación propagandística que pretende justificar su criminal incapacidad para no hacer un buen gobierno.
Estoy convencido de que AMLO cree —y la élite de asesores le alimentan esa creencia— que va por el camino correcto y que todo lo que sale mal es por culpa de los conservadores y neoliberales.
Se han ensimismado en esa realidad ficticia que ellos mismos han construido. Es la lógica (si así se le puede llamar) de su locura; porque la esencia de su irracionalidad es el mantenimiento del poder por el poder mismo, a como dé lugar, cueste lo que cueste, y eso los hace muy peligrosos.
Pero aunque no lo registren así en Palacio Nacional, el asesinato de los dos curas jesuitas y un guía de turistas en la Sierra Tarahumara, será el punto de quiebre que marcará el inicio del fin del sexenio obradorista, destilando sangre religiosa e inocente por las manos.
Y para colmo de males, culpando a los sacerdotes de haber buscado su propio martirio. Dice el presidente que ellos, los jesuitas, ya sabían de la existencia de esos grupos delictivos desde hace años y nunca dijeron nada: o sea, “ellos se lo buscaron”.
Hay hechos en la vida y la historia de las sociedades que rompen la inercia de tragedias cotidianas que, de tanto padecerlas, parecieran asumirse como costumbres a pesar del repudio de la gente; y lo de Cerocahui, Chihuahua, es uno de esos acontecimientos que marcan un antes y un después.
Aunque neciamente Andrés Manuel insista en que no cambiará, ya nada será igual porque la realidad es más terca que la necedad presidencial, y ésta tiene los límites de su mandato, del uso de sus recursos económicos a través de una cada vez más menguada Secretaría de Hacienda, y del hartazgo de la gente.
El país está llegando al límite de la tolerancia. La borrachera, producto de la locura que provoca el ensimismamiento palaciego, los impulsa a manejar a su antojo al país, a las instituciones y las leyes.
Por eso han adelantado el reloj del relevo presidencial desde el púlpito mañanero. Por eso también andan desbocados los secretarios de Gobernación y de Relaciones Exteriores, así como la regenta de la CDMX, haciendo derroche descarado de recursos públicos en una ilegal e inconstitucional campaña para ver “quién es más abyecto” ante los ojos del señor del Zócalo y les diga: “Tu eres la (o él) mejor, incluso, serás mejor que yo”.
Por eso es tan necesario que todo lo mejor de nuestra sociedad cierre filas para evitar que esta criminal tragedia nacional continúe y se profundice. La unidad opositora es una necesidad, es fruto de la exigencia de todas y todos los que queremos a México en su pluralidad, vigorosamente actuante, libre y democrático, autónomo y soberano.
Dividir al frente opositor bajo el argumento o pretexto de contradicciones internas en los partidos opositores, o negándose a formar parte de una amplia alianza, termina sirviendo el dañino bloque gobernante. Así hay que verlo y tomar responsablemente las decisiones rumbo al 2023 y el 2024.
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