Negros nubarrones ensombrecen el panorama democrático de México. Parece inevitable que el autoritarismo se institucionalice en nuestro país en este 2022, como trágico adiós del año. Muchos elementos indican que hoy termina por aprobarse la contrarreforma electoral impulsada y defendida obsesivamente por el gobierno.

 De confirmarse, quedan muy claras las verdaderas intenciones del asunto: estamos ante el mayor ataque contra la democracia mexicana moderna, similar en esencia a un golpe de Estado, un asalto a la Constitución.

 López Obrador está pasando a la historia como quien dio el golpe que desmanteló el aparato democrático que a él mismo le garantizó llegar al poder pacíficamente. No es él Francisco Madero, sino “El Chacal” Victoriano Huerta de nuestros tiempos.

 Lo que está en juego, pues, no son los sueldos de los consejeros y funcionarios electorales, ni las prerrogativas de los partidos. El Presidente, como vil autócrata y cínico tirano, está destruyendo un andamiaje institucional que tomó muchos años de lucha y sacrificios (incluyendo muertos) por parte de la oposición, tanto de la izquierda, como del PAN y la sociedad civil.

 El “reyezuelo de palacio” está convencido de que, habiéndole costado tantos años hacer realidad su sueño de ser presidente de México, no lo será solo por un sexenio, sino por muchos más; por eso hay que desmantelar y negar todas las garantías para el juego democrático, y evitar que sus opositores lo derroten en las urnas en las elecciones del 2024. Por eso ha subrayado que, el suyo, es un proyecto transexenal.

 Por lo mismo, se ha ido apropiando de una gran parte de los órganos constitucionales autónomos que se criaron en décadas pasadas para acotar el excesivo y desbordado presidencialismo, como exigencia de la sociedad civil y la oposición democrática, no como “instrumentos del neoliberalismo”, según él lo justifica para deshacerse de esas “molestas ataduras”.

 En la ruta de la restauración autoritaria ha mermado -hasta lograr el control- a los poderes Legislativo y Judicial. Y de la mano de ese proceso, ha militarizado la vida del país en todas las esferas civiles, con el propósito de tener a un sector de las fuerzas armadas, a su disposición para lo que él mismo ordene, sin descartar la posibilidad de utilizarlas para sofocar rebeliones sociales cuando pierda las próximas elecciones.

 Es un proyecto integral de esencia dictatorial, que involucra alianzas con el crimen organizado para derrotar a sus opositores; es la derivación hacia un narco-estado. Por eso es tan sombrío y preocupante el actual panorama de México.

 Sin embargo, sería un gravísimo error llegar a la conclusión de que ya todo está perdido, y que ya no hay nada que hacer.

 La sociedad mexicana tiene una enorme vitalidad democrática, una reforzada actitud antiautoritaria, como lo vimos en las marchas del pasado 13 de noviembre.

 Cierto que hasta ahora no han sido suficientes para detener las decisiones tiránicas del gobernante, pero se evitaron las reformas constitucionales electorales. Y tenemos enfrente los recursos ante la Corte del país y el Tribunal Electoral para impugnar la inconstitucionalidad de este bodrio de “reformas legales”.

 Y contamos, también, con una importante gama de partidos políticos opositores, cuya unidad reclama un amplio sector de la sociedad para derrotar al tirano en las urnas y hacer que se respete el voto.

 Los partidos deben abandonar las tentaciones tradicionales de decidir sus estrategias y candidaturas sin tomar en cuenta a la sociedad civil. Vivimos tiempos extraordinariamente graves y hay que tomar decisiones audaces, fuera de lo ordinario, tanto por parte de los que quieren ir solos en las elecciones, como los que -encerrados en un autismo partidario- quieran elegir las candidaturas sin escuchar a la gente y sin la participación de la sociedad.

 Ese es el tamaño de la responsabilidad que tenemos ante nosotros para dar un nuevo y vigoroso aliento a la vitalidad democrática de México. Seamos optimistas mirando de frente a la Historia.


Presidente nacional del PRD

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