Mientras más nos acercamos al 2 de junio, cuando se decidirá en las urnas el rumbo de México por muchos años, más se revela la obsesión enfermiza de AMLO por mantener el control del país sin reparar en el precio que se tenga que pagar.
Es el síndrome de los dictadores, de los autócratas: aferrarse al poder de la manera que sea, convencidos de que son “indispensables” para que su proyecto pueda continuar.
Así se veían en su respectivo momento Santa Anna y Porfirio Díaz. Así se consideraba a sí mismo el último de los caudillos militares de la Revolución Mexicana del siglo pasado: Álvaro Obregón quien, después de haber sido de las cabezas de la lucha antirreeleccionista encabezada por Madero, Carranza, Villa y Zapata, fue electo Presidente de la República.
Vale la pena detenerse en este fragmento de la historia. Durante el mandato obregonista, se sentaron las bases del nuevo sistema político, sustentado en la Constitución de 1917; pero ya con Plutarco Elías Calles gobernando, Álvaro Obregón impulsó una reforma de la Constitución para permitir la reelección presidencial.
¿Por qué razón? Como lo narra Felipe Ávila en la biografía sobre el sonorense, durante un recorrido con Calles y De la Huerta por el Bosque de Chapultepec en febrero de 1923, el caudillo le dijo a De la Huerta: “Hemos formado un círculo revolucionario y necesitamos salvarlo para el futuro.
Nosotros somos las figuras principales de la Revolución y en nuestras manos está el perderlo o salvarlo… obrando como propongo, no solamente salvaríamos los principios de la Revolución, sino también los nuestros. (Si) uno de nuestros tantos enemigos nos sucediera en el poder, ¿qué sería de nosotros?” (pág. 328, en Siglo XXI). Obregón fue reelecto y luego asesinado por un fanático religioso.
Esa conversación, que desnudaba a un Obregón adicto al poder, es el vivo retrato de López Obrador que se concibe, con su círculo cercano (Sheinbaum y compañía), como la esencia y encarnación de la llamada “cuarta transformación”.
Por ser la más leal de su equipo, Claudia fue escogida “para asegurar la continuidad del proyecto”. Y, como dice el referido autor sobre Obregón, yo sostengo que el poder ha endurecido a Andrés Manuel y por eso actúa “con mayor autoritarismo y falta de escrúpulos”. Le interesa “mantener al poder a costa de lo que sea”.
Está claro que, el hombre de la “silla presidencial” incrementará su adicción y obsesión enfermiza por el poder, más cuando se da cuenta de que su aprobación disminuye y que la brecha entre Xóchitl y su “corcholata oficial” se va cerrando. Y cuando ve que las plazas principales están en claro riesgo de ser ganadas por la Coalición Opositora como son la Ciudad de México, Puebla, Guanajuato, Michoacán, Veracruz, Morelos, Zacatecas y Nuevo León, entre otras, mientras que los problemas crecen en Guerrero, Chiapas y Tamaulipas, y en su natal Tabasco la oposición perredista es una amenaza real para sus ambiciones.
En lugar de cambiar, se aferra a fortalecer el endurecimiento gubernamental, peleándose con todos, como fiera acorralada, e insiste en el discurso de que su proyecto va bien y debe continuar, confiado en que los programas sociales manejados por sus operadores electorales serán suficientes para ganar, y que vale la pena seguir violando la Constitución, así como dejar que la violencia criminal se incremente para que la gente tenga temor de ir a votar el 2 de junio. Trágica la situación. Como diría Sartori (“La carrera hacia ningún lugar"), el pretendido cambio revolucionario de AMLO solo ha destruido cosas que funcionaban.
“Para ser creativo no basta que una revolución sea desbloqueadora”. Es preciso que el Estado —reconstruido por la Revolución— no sea un Estado que vuelva a bloquear. Las condiciones requeridas son dos: la primera, que sea un niño apto para nacer; y la segunda, que no se instaure un Herodes que lo mate”.
El niño no estaba apto para nacer y el Herodes ya está ahí.
Si a Obregón lo mataron las balas, ahora los votos masivos deben sepultar al obradorato.