El próximo 4 de abril vence el plazo para que la Cámara de Diputados nombre a cuatro consejeros del Instituto Nacional Electoral que sustituirán a quienes concluyen su mandato. Es un asunto de la mayor importancia para la vida del país, aunque para el acontecer cotidiano de la mayoría de la gente no lo parezca.
De acuerdo con la Constitución, el INE es un organismo autónomo, autoridad en la materia electoral, independiente en sus decisiones y funcionamiento y profesional en su desempeño, que tiene como principios rectores la certeza, legalidad, independencia, imparcialidad, máxima publicidad y objetividad, por lo cual sus miembros deben tener el perfil que pueda darles cumplimiento.
Llegar a establecer estos preceptos en nuestra Carta Magna fue resultado de largas luchas y muchos sacrificios. La autonomía del IFE, ahora INE, para sacarlo del control del PRI-Gobierno —que dirigía la Comisión Federal Electoral a través del secretario de Gobernación— fue un logro de la oposición, con el PRD y Porfirio Muñoz Ledo al frente, plasmado en la reforma electoral de 1996. Así fue que en 1997, ya sin el control presidencial sobre las elecciones, el PRI perdió la mayoría en la Cámara de Diputados, el PRD —con Cuauhtémoc Cárdenas a la cabeza— ganó la jefatura de gobierno del DF y, después, en 2000 el PRI perdió por primera vez la Presidencia.
Gracias a que se contaba con un árbitro imparcial que no desnivelara la “cancha” en favor de alguno de los contendientes, se pudieron dar alternancias en la mayoría de las gubernaturas y en el poder nacional hasta llegar a las elecciones de 2018 cuando AMLO ganó, en “santa paz republicana”.
Sin embargo, ahora esas reglas democráticas se quieren trastocar. Con descalificaciones desde el gobierno hacia el INE e intentando modificar la composición de su Consejo General, se busca favorecer al propio gobierno.
Desde 2018 se intensificó la campaña negativa contra el Instituto cuando éste decidió sancionar a Morena por el inmoral e ilegal uso de recursos recabados para la reconstrucción después de los sismos de 2017, y AMLO acusó a Lorenzo Córdova y al INE de ser “parte de la mafia del poder”. Luego vino la presentación de una iniciativa de reforma por un diputado de Morena (suplente del subsecretario del Trabajo, Horacio Duarte) para reducir la estructura del INE y sacar a Córdova de su Presidencia, así como para desaparecer los órganos locales en aras de una supuesta “austeridad republicana”. “Cuestan mucho”, argumentan, pero “olvidan” que en 2021 tendremos las elecciones más grandes de nuestra historia. Y ahora estamos ante otra embestida desde la Presidencia, acompañada por la secretaria de la Función Pública, Irma Eréndira Sandoval (la misma que exoneró al corrupto Bartlett), criticando decisiones autónomas del INE.
Quieren crear una atmósfera favorable para que los próximos cuatro consejeros electorales sean leales a AMLO, como lo es Rosario Piedra en la CNDH. Pretenden hacer del INE una dependencia gubernamental, sin autonomía, para regresar a los tiempos de lo que Vargas Llosa calificara como “la dictadura perfecta”. El horno no está para bollos. Inseguridad desatada, cero crecimiento económico, desempleo al alza, quiebra de negocios, desabasto de medicinas, viejas enfermedades casi erradicadas ahora al alza (sarampión, tuberculosis) y la corrupción rampante hacen un peligroso caldo de cultivo que pone en riesgo nuestra democracia y estabilidad.
No permitamos que el escenario se enrarezca. Por eso es necesario que desde la misma convocatoria en la Cámara de Diputados se destaque el carácter apartidista de los candidatos a consejeros y se asuma el compromiso de que su elección se efectúe por consenso, como en ocasiones anteriores, no imponiendo una mayoría, para preservar la imparcialidad del árbitro electoral, la estabilidad política y evitar un retroceso en nuestra aún precaria democracia. Esto se puede garantizar mediante un ejercicio de parlamento abierto.
Exdiputado federal