A unos cuantos días de las elecciones en los estados de México y Coahuila, la salud democrática de la República se agrava.

A las irresponsabilidades políticas, institucionales y personales del Presidente al no acatar decisiones judiciales que revierten las suyas por inconstitucionales, se le ha sumado una cadena de descalificaciones contra los Ministros de la Corte y del Poder Judicial en su conjunto y, recientemente, el titular del Ejecutivo ha acusado al máximo órgano de control constitucional, de “operar un golpe de estado técnico” contra él.

Es delicadísima una declaración de este calibre porque coloca al país al borde de una crisis institucional, además que revela el carácter golpista del primer mandatario, su talante autoritario.

He venido señalando reiteradamente, desde hace años en este espacio, el riesgo de la instauración de una dictadura en México. No pocos me expresaron que era una exageración. Pero la amenaza de dictadura no solo ha asomado las orejas, sino que ya está presente, de cuerpo entero.

Esta última declaración contra la Corte no es mera ocurrencia discursiva en esas mañaneras, sino que obedece a una estrategia gubernamental según la cual, deben utilizarse todos los recursos al alcance del oficialismo para detener a sus adversarios políticos, “a los conservadores”, acusándolos —de antemano— hasta de pretender provocar acciones violentas para desestabilizar al país, “ya que, dicen, la violencia siempre viene de la derecha”.

Los violadores del Estado de Derecho, los responsables de la polarización y la división, los protagonistas de los discursos de odio, los defensores de quienes asedian violentamente las instalaciones de la Corte, los que desacatan los ordenamientos judiciales, ahora se dicen “víctimas” de un “golpe de Estado técnico”.

¡El mundo al revés! Todo para justificar cualesquiera rupturas del orden institucional impulsado desde Palacio nacional. ¡A ese grado han llegado las cosas!

Así que —desde esta óptica— si hay problemas en los comicios del próximo 4 de junio, los responsables serán los opositores políticos a la falsa transformación, y los oficialistas no querrán reconocer sus derrotas bajo el argumento de que se les hizo fraude. ¿Qué se derivaría de un comportamiento obradorista de esas características? ¿Van a llegar al extremo de provocar actos de violencia y acusar a la oposición de ello?

Por eso mismo no dejaré de insistir en que, el antídoto para revertir esa enfermedad autoritaria es la más amplia participación ciudadana en las decisiones del país, empezando con la afluencia masiva a las urnas el próximo 4 de junio. Y, por supuesto, continuar en la defensa de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, el Instituto Nacional Electoral y del Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales, contra viento y marea, porque debemos estar seguros de que arreciarán las embestidas presidenciales contra estos organismos.

Por otro lado, los partidos de la Coalición habrán de admitir la necesidad de la participación de la sociedad civil en la definición del método para la selección de la candidatura presidencial opositora, como lo subrayó el reciente Congreso Nacional del PRD, además de hacer el compromiso de establecer gobiernos de coalición que concreten programas de un alto contenido social.

En otra vertiente no debe perderse de vista el papel de la delincuencia organizada, la cual ya aprendió a meterse en los procesos electorales en favor de Morena y a la que López Obrador, recientemente, envió la propuesta de “un acuerdo de paz”, lo cual significa que buscará tenerlos de aliados para que ayuden a sus candidatos a ganar.

Estamos, pues, ante un escenario obscuro y peligroso; pero no imposible de revertir. Está en juego el futuro democrático inmediato de México.

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