En cosa de cuatro semanas se decidirá el futuro del país por muchos años.
Las y los magistrados electorales de la Sala Superior del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación resolverán si otorgan a la coalición de Morena y sus aliados, una sobrerrepresentación mayor al 8 por ciento en las cámaras de Diputados y Senadores, como establece la Constitución, o les reconoce que tengan un 75 por ciento, como reclama la coalición oficialista, aunque hayan tenido el 54 por ciento de los votos totales nacionales.
Si el pejismo logra su propósito, entonces podrán impulsar —desde la Cámara de Diputados— cambios a la Constitución con la confianza de que, en el Senado, consigan 2 ó 3 votos más para ese propósito.
De esta manera, en septiembre, último mes de la presidencia formal de AMLO, aprobarían que ministros, magistrados y jueces de la totalidad del Poder Judicial de la Federación sean electos “por voto popular”, además de que acordarían desaparecer al INE, al Tribunal Electoral, INAI y todos los órganos constitucionales autónomos.
Es decir, tendríamos un nuevo régimen político sin equilibrio de poderes ni controles institucionales sobre el ya exacerbado presidencialismo.
Dicho de otra manera: A partir de una interpretación y aplicación de preceptos de la Constitución, los máximos Jueces Electorales del país decidirán si facultan a los futuros legisladores de Morena y aliados, para integrar el pelotón de fusilamiento que los ejecutará en el paredón unos cuantos días después, cuando —gracias a esa sobrerrepresentación indebida— decidan la extinción de los órganos electorales.
Es indiscutible que la coalición obradorista ganó la mayoría mediante la estrategia y los instrumentos de una elección de Estado, que involucró flagrantes violaciones a la ley, como ya lo ha ido acreditando el propio Tribunal Electoral.
Y también es cierto que una proporción significativa de la ciudadanía le dio la confianza a ese proyecto político para que siguiera gobernando otros 6 años, y no a la coalición opositora, cuyos partidos hoy padecen grandes complicaciones internas.
No ignoro que un nuevo régimen político disfrazado de “izquierda” inició en 2018.
La pretensión gubernamental era que, en 2021, obtuvieron los votos para —en 3 años más— completar su obra en este hoy agonizante sexenio. Como en ese año no tuvieron los votos suficientes, ahora quieren hacerlo a como dé lugar.
Aunque la propaganda oficial que echaron a andar desde la noche del 2 de junio en voz de la presidenta del INE y de la Secretaría de Gobernación, en el sentido de que contarían con la mayoría para reformar la Constitución, porque ese era "el mandato popular", se trata de una falsedad, ya que más de un 40 por ciento de los electores sufragaron por opciones opositoras y no se les debe ignorar.
La señora Sheinbaum y otros voceros oficialistas recitan ese discurso triunfalista, embriagados por la soberbia de sentirse dueños del país y creyendo que tienen licencia para asesinar la democracia (“permiso para matar”, diría un célebre cuentista mexicano), para cambiar el régimen político a su antojo.
Eso ha creado un escenario de incertidumbre sobre los límites de respeto al Estado de Derecho, lo cual ya provoca una importante fuga de capitales y desconfianza para la inversión privada, amén de otros problemas en el comportamiento de varios grupos sociales que temen por el futuro de sus familias.
Y si a ello añadimos los recientes avisos de Claudia Sheinbaum en el sentido de que, en su primer año de gobierno, trabajará con un déficit de 3 por ciento con implicaciones que representarán menos servicios públicos en áreas estratégicas (si de por sí hay crisis de medicamentos y equipos en salud); además de un nada descartable incremento en las deudas interna y externa, porque de algún lado deben salir los recursos para los programas de dádivas que ha ofrecido.
Afortunadamente, un importante conjunto de voces de la intelectualidad, la academia, líderes de opinión de renombre en los medios masivos, además de opositores, se han estado alzando en los últimos días contra la posible decisión del Tribunal Electoral de darle la razón al oficialismo.
Nadie pretende desconocer que, en democracia, las mayorías deciden y mandan; pero no sin restricciones que imponen la ley y la racionalidad política.
Estamos padeciendo la tentación de que esa “mayoría democrática” derive en su contrario, y establezca un autoritarismo “democrático”, una "democradura" (como diría Pierre Rosanvallon en El Siglo del Populismo), que pudiera devorar a sus apoyadores y aniquilar el pluralismo político en el país.
Estamos a tiempo de evitarlo y abrir el camino a un diálogo constructivo que deje atrás la polarización política que tanto daño ha hecho a la vida nacional.
Presidente Nacional del PRD