Totalitarismo es sinónimo de dictadura. La concentración del poder en un individuo, consentido por las leyes o en contra de ellas.
En México transitamos por la ruta que conduce a la dictadura en contraposición a lo que establece nuestra Constitución que dice que el poder de la República se deposita en el Legislativo, Judicial y Ejecutivo, pero nunca en uno solo de ellos.
Durante los años posteriores a la Revolución de 1910-1917, el poder se centró en el presidente de la República que, constitucionalmente, ha ostentado el Poder Ejecutivo.
Así se configuró lo que Enrique Krauze llamó: “La presidencia imperial” ya que, además de ejercer facultades propias de un régimen presidencialista, hacía uso de las denominadas facultades metaconstitucionales.
Ese ejercicio cuasi-universal del poder, se fue acotando gracias a las luchas democráticas de múltiples sectores de organizaciones y partidos políticos, y de amplios grupos de académicos y de la sociedad civil, que hicieron posibles reformas que terminaron con el viejo régimen de “partido de Estado”.
Materializaron la alternancia en la Presidencia de la República, y construyeron un andamiaje institucional que limitó el desmedido presidencialismo, a la vez que posibilitó un importante equilibrio de poderes, con más facultades al Legislativo y al Judicial, así como con la creación de órganos autónomos —como el IFE (hoy INE), el actual INAI y el Tribunal Electoral, entre otros.
Así se logró la casi impensable alternancia en la presidencia de la República en el año 2000, cuando el PRI pierde esa posición. Y en esa ruta democrática, el INE —como órgano constitucional autónomo e independiente— organizó la elección del 2018 en la cual ganó López Obrador.
Ahora, todo este proceso de transformación democrática se encuentra bajo amenaza de muerte. Estamos ante el riesgo del establecimiento de una dictadura en México.
Desde el inicio de la administración obradorista, asomaron los signos de su poder imperial, ejecutando lo que —en muchas ocasiones— nos dijo de que habría que llegar a la presidencia porque desde allí se decidía la vida del país.
Y así ha sido desde que Andrés Manuel ganó el 2018, empezando por la cancelación del Aeropuerto Internacional de Texcoco respaldándose en una falsa consulta organizada por él sin tener el mando institucional. Así han sido sus 4 años de presidencia fáctica: Imponiendo sus decisiones.
Cuando puede, lo hace dentro de la ley, pero se la brinca cuando es un obstáculo, como hace con el Tren Maya al perder los amparos judiciales interpuestos por comunidades indígenas y ambientalistas, y declara esa obra como “de seguridad nacional” para encomendarla a los militares. ¡Una ignominia!
Hay un reiterado afán destructivo del Estado de Derecho por parte de AMLO. En los últimos días se ha acentuado su intolerancia y comportamiento como reyezuelo.
Ante la inseguridad creciente, los feminicidios en aumento, el estancamiento económico, el alza de precios, la descarada corrupción (véase la caída desde hace días de la página oficial de Compranet), la alineación acelerada de México hacia la “pobreza franciscana”, las crisis en salud y educación, y muchas más etcéteras, que evidencian el escenario de un gobierno fracasado que continúa la militarización del país, amenaza abiertamente a los medios de comunicación que no son afines a su gobierno y "se atreven" a criticarlo.
Además, se atreve a lanzar a sus llamadas “corcholatas presidenciales” a hacer campañas electorales violando la ley, porque no le da la gana respetar el Estado de Derecho, sino ganar el 2024 a como dé lugar. Por eso insiste en la farsa de un “parlamento abierto” con una reforma electoral para desaparecer al INE, controlar las elecciones y continuar en el poder.
Triste realidad. Pero México no quiere eso. Partidos y sociedad civil debemos unir fuerzas para evitarlo. Si la dictadura se afianza, quién sabe cuándo regresaremos a la democracia.
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